CONTRATAPA

El paseo

Por Enrique Medina

Como está sin rumbo fijo, mira vidrieras. Esa camisa sport, no está mal. Pizza, hamburguesas y gaseosa; la gente gorda habla a los gritos y se atropella. Autos, colectivos, motos, y bicicletas a contramano. Los teatros brindan sus mejores estrellas siempre sonrientes. Acepta volantes, le ofrecen celulares, restoranes, casas de computación; los arroja al papelero. Cruza 9 de Julio. Entra en Lavalle. Lo que alguna vez se llamó Cine Iguazú hoy pertenece a una secta que en la vereda ofrece el vía crucis en pantalla gigante. Más volantes, que no acepta. El Ambassador, favorito en los rutilantes estrenos del cine argentino de oro, es un galpón que vende mercadería chatarra. Con desgano unos chicos piden monedas. Turistas que sacan fotos. Puestos de diarios y revistas cargados como volquetes impiden el paso. Sin perdón, jóvenes de mochila atropellan indolentemente. Un grupo de señoras mayores entra al Casino. Llegando a Florida lo ve al gitano en plena función, siempre bardeando a la gente que se arremolina para ser insultada. Gordos y masoquistas. En el cruce, el negro-robot. Le gusta verlo: es un buen profesional, un artista untado en petróleo que sonríe cuando le tiran monedas. Sube Florida a paso de dueño. Y aunque de a poco está dejando el cigarrillo, prende uno. La tarde lo pide, el sol. ¿De dónde sale tanta gente? Cambio-cambio-cambio-pago más-pago más. Sin necesidad de comprar, pregunta a cuánto está el dólar. Da una vuelta por la Galería Jardín admirando el mundo de la computación que nunca entenderá, ni le importa entender. Llega al Florida Garden con intención de tomar un café. Llenísimo, y con un olor a servicios de inteligencia que apesta. Da una vuelta por las Galerías Pacífico. Retoma el camino. Mucha gente impide el paso y aplaude a los bailarines de tango. Según él les falta alma, pero reconoce que son buenos. Los turistas los filman y fotonean y ellos se prodigan al guión preestablecido. Por entre las piernas le surge una nenita con la mano abierta. Le da una moneda. El bandoneonista que supo tocar con Varela ensaya Cuesta abajo. Se alegra de ver los almanaques con las obras de Molina Campos, es como si el tiempo no hubiera pasado, como si en la reivindicación entrara también él. Por decisión de los aplausos, el guitarrero del rock melancólico ha pasado de estar contra la pared a ubicarse en el centro de la calle. Democráticamente, más allá, unos latinoamericanos seducen con música de selva y montaña. Frente al Banco Boston, maquillado escatológicamente por los ahorristas estafados, una chica intenta aullar a lo Janis Joplin acompañada por un conjunto perspicaz que usa de escenario el monumento a Roque Sáenz Peña, tan pulido por el tiempo que es imposible hallar la firma del artista José Fioravanti, homónimo del periodista deportivo. Y desde aquella cúpula, Luis J. Medrano pispeaba el ir y venir de la muchedumbre hasta que detectaba el personaje justo que le sirviera como grafodrama para publicar al otro día. Recorre la Galería Güemes. Ahora agarra por Avenida de Mayo. Decide tomarse un cafecito. Pero cuando se le acerca el mozo, prefiere un té y un tostado. Le trae el pedido. Mirando el sol que se filtra al interior del bar, piensa que es una linda tarde. Y tiene razón, aunque este otro hombre se acomode en la mesa sin permiso y le diga que siga mirando hacia la calle y le dé el dinero. Así que se queda mirando la calle y por debajo de la mesa sin que el otro se lo haya indicado entrega el dinero de la camisa sport y hasta de un pantalón.
–Ahora te levantás sin mirarme y te vas al baño y cuando te salude no te des vuelta, solamente levantá el brazo sin darte vuelta, ¿estamos?
–Sí.
–Andá.
Se levanta, esquiva mesas, ve una linda mujer que no le rehúye la mirada, el mozo habla con el de la barra, está por llegar al baño y el otro aún no lo ha saludado como le dijo. No sabe qué hacer. Tiene miedo de darse vuelta. Llega al baño, empuja la puerta y se vuelve, inconscientemente. El otro ya no está. Respira hondo. Aprovecha y tira un meo. Vuelve a la mesa. Por suerte en el bolsillo del saco tiene monedas grandes, podrá pagar el té y el...
–¡Hijo de puta! ¡Chorro y miserable! ¡Hasta me afanó el tostado!...

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