CONTRATAPA
Los clientes y la vulnerabilidad social
Por Eva Giberti
La vulnerabilidad –del latín, vulnerare significa herir– incluye la idea de recibir un golpe. Los eventos dañinos o destructivos que tienen eficacia en los sujetos pueden provenir de sus procesos psíquicos o del mundo externo. También las comunidades pueden tornarse vulnerables cuando sobre ellas se desatan catástrofes políticas o ambientales y también cuando sus miembros –o significativa parte de ellos– protagonizan sucesos vergonzosos.
La vulnerabilidad se reconoce porque denota una imposibilidad de defensa frente a los hechos traumatizantes o dañinos debido a insuficiencia de recursos defensivos personales o institucionales; además pone de manifiesto una incapacidad o inhabilidad para adaptarse al nuevo escenario generado por los efectos de esos hechos externos desordenantes, agobiantes a veces.
La perspectiva social y económica es la que describe la vulnerabilidad como dependencia inevitable de las desigualdades sociales que incluye la asimetría de poder entre los sexos, o entre los géneros.
La vulnerabilidad admite dos niveles de análisis:
1) La ostensible vulnerabilidad de las mujeres que debido a la pobreza extrema son incorporadas en las redes de la trata. Las mujeres además de ser vulnerables suelen padecer desvalimiento, es decir, la carencia total de recursos para integrarse en redes sociales que las contengan y la falta de conciencia acerca de sus derechos.
2) Otro nivel de análisis remite a un fenómeno social: si decimos que la vulnerabilidad depende de hechos dañinos externos que se desatan sobre quienes no pueden defenderse de ellos podemos conjeturar que, si decidimos denunciar a los clientes, que son los responsables máximos de la existencia de trata de mujeres, será la sociedad la que no alcance a defenderse de la toxicidad con que esos sujetos impregnan la convivencia social. Si tornamos visibles a quienes contratan para su placer a niñas y mujeres victimizadas, quedará en descubierto un circuito de varones sexualmente comprometidos con el abuso de poder. Como no ignoramos que esos sujetos forman parte de las organizaciones familiares y de las instituciones que sostienen los ordenamientos de un país, la sociedad quedaría vulnerabilizada por la peste con que estos sujetos la contaminan. La invisibilización de la demanda y de los demandantes responde a necesidades sociales que tienden a silenciar la existencia de un supuesto básico: los varones pueden disponer del cuerpo de las mujeres cualquiera sea la situación en la que ellas se encuentren. Entonces, visibilizar al cliente –que probablemente sea un familiar, un conocido cercano o un sujeto posicionado en la vida pública– arriesga dañar a la sociedad, tornarla vulnerable ante sus propias producciones porque los clientes resultarían desparramados y distribuidos entre diversos ámbitos sociales. Por lo tanto, silenciar e invisibilizar es una estrategia social protectora del ordenamiento social representado por el poder masculino.
El varón precisa de la trata, que es la exasperación de las diversas formas de opresión sexual que ejercen los hombres sobre niñas y mujeres. Hoy en día el género masculino ya no podría ser encarado por sí mismo como todopoderoso si no contase con la cantera de poder que la trata le provee.
¿Por qué sostengo esta afirmación? Dados los sistemáticos avances de las mujeres y las permanentes pérdidas de diversa índole que los varones no pueden impedir, han cedido terreno en los ámbitos familiares e institucionales. De modo que avanzar sobre el género mujer donde puedan (en las niñas), garantiza un circuito de poder que les permite mantener viva esa necesidad de dominio y el disfrute que de ella deriva.
Lo masculino precisa ser designado como potente merced a su apropiación del cuerpo de otros, así como históricamente gestaba esclavos, actualmente repite esa producción mediante la trata. La trata entonces forma parte de un proceso de designación del poder masculino tal como transita en los circuitos de la cotidianidad. Porque ahora, mientras estamos aquí, miles de niñas y mujeres están siendo enhebradas en los circuitos de la trata. Y miles de varones están disponiendo de ellas.
Es el contexto sociopolítico económico actual el que favorece la función ofensiva del varón respecto de las mujeres, así como antiguamente la función ofensiva de los cuerpos se jugaba en las guerras. La trata de mujeres está destinada, entre otras finalidades, a garantizar la función ofensiva del cuerpo masculino facilitándole un ámbito en el cual no arriesgan cosa alguna, ni la vida como los guerreros, ni la vergüenza de la impotencia porque las mujeres de la trata no son testigos calificados. La trata es un hallazgo de placer sin riesgos de ninguna índole, porque aunque fracasen en la erección siempre cuentan con la satisfacción que el abuso de poder les aporta.
Mediante la trata los clientes y los tratantes han fundado una celebración de sí mismos, para lo cual recurrieron a un narcisismo fermentado por la victimización y el delito. Y la celebración de sí mismos es la que se juega en los encuentros con las víctimas de las que dependen para poder celebrarse como varones.
Las víctimas son las que etimológicamente dieron sentido a la nomenclatura de trata. Sabemos que es palabra derivada del latín –traho, traxi, tractum: tirar hacia sí, arrastrar, llevar con fuerza y por la fuerza–. En el siglo XVII se comenzó a hablar de traite des nègres y en el siglo XX por extensión y oposición traite des blanches. En estos ejemplos la derivación es de tracta, también asociado a tractum.
La palabra tráfico, que deriva del mismo origen en su versión de trajinar, remite a trasladar los negocios y las cosas de los negocios de un lugar a otro –y de aquí el deslizamiento–, pasar de mano en mano. Asociada con esta nomenclatura, una palabra del francés antiguo rastrea una expresión que se utilizó en el siglo XIV y en el siglo XV: trainée, que quiere decir niña o hija de la calle. Actualmente se dejó de utilizar tráfico para sustituirlo por trata.
Las organizaciones que se dedican a la trata encuentran su público en los medios de comunicación, ya sea colocando avisos en los periódicos cuanto exhibiendo mujeres en la tevé, enmascarando el circuito en forma de ayudantas o secretarias que podrían pensarse parte de la explotación compartida entre quienes se consideran productos para su venta y los dueños de las publicidades y de las empresas que podrían intervenir. Desembocamos en las políticas capitalistas que regulan la cultura del mercado a la vera de prácticas sociales masculinas aliadas en busca de una forma inequívoca de abuso de poder asociada con la explotación del capital disponible. Por eso la trata es un capitalismo de los cuerpos en el cual las mujeres, que son las dueñas del capital, solamente logran ser capitalistas cuando son sometidas como esclavas de sus clientes. Que logran mantenerse invisibles gracias a que no se habla suficientemente de ellos. Hablar de los clientes implicaría tornar vulnerables a quienes se consienten a sí mismos como reguladores del orden social y moral de las comunidades y, por extensión, vulnerabilizar las prácticas sociales en las que el género masculino tiene prioridad: sería herir a la sociedad al mostrarle sus miserias. Entonces parecería que la invisibilización del cliente es en realidad una estrategia proteccional, de donde denunciarlos nos convierte en subversivas del orden instituido, en tanto y cuanto produciríamos heridas en el cuerpo social tornándolo vulnerable. Si lo hiciésemos nosotras solas justificaríamos la fama de locas que durante siglos nos acompañó. Afortunadamente en este quehacer que aún está pendiente innumerables varones nos acompañan en las denuncias y en los proyectos destinados a cambiar. Para ellos, visibilizar al cliente es un trago amargo que paulatinamente han comenzado a incorporar como proyecto moral.