CONTRATAPA
Un verdadero reality show
Por Miguel Angel Bastenier*
El gran espectáculo televisivo de las últimas semanas, incluso por episodios a medida que el horror iba creciendo, ha sido el tsunami, la ola que desde las profundidades del mar ha nivelado costas, pulverizado pueblos y aterido de caritativo pánico las audiencias del mundo occidental. Y entre los superlativos que se le han dedicado al mortal rugido figura el de que ha sido la mayor catástrofe natural de los últimos 40 o más años, lo que, sin ser necesariamente falso, se presta a discusión y, de paso, permite relacionar globalización con la reciente historia de los desastres planetarios.
La necrológica del tsunami supera ya los 165.000 muertos, y no es imposible que aún se redondee para arriba, al tiempo que su radio de acción ha batido records, puesto que ha afectado frontalmente a Indonesia, India, Tailandia y Sri Lanka. En 1970, con todo, un mal viento barrió las costas de lo que hoy es Bangladesh, también bañada por el golfo de Bengala en el subcontinente indostánico, y que a la sazón era la provincia oriental de Pakistán, causando más de 300.000 muertos; en 1976 hubo un terremoto en China, al que se le atribuyeron 255.000 muertes; y de nuevo Bangladesh –desde diciembre de 1971, Estado independiente de ese nombre–sufrió en 1991 no uno, sino dos ciclones que causaron, respectivamente, 138.000 y 125.000 víctimas. Evidentemente, no se trata de componer aquí un cuadro de honor de la desgracia y tan apocalíptica es la cifra de 100.000 como la de 200.000 o 300.000 muertos. Pero lo que llama la atención es cómo el tsunami ha generado en Occidente el mayor volumen de solidaridad, contricción y espanto de nuestra recordación.
¿Por qué la gran ola ha dolido más que otros desbarres de la naturaleza, que incluso se produjeron en esa misma parte del mundo?
Algunas razones son muy obvias. El tsunami ha afectado no a uno sino a varios países, de los que dos son cruciales en el equilibrio de la región: la Unión India, la gran democracia federal de Asia, e Indonesia, con unos 200 millones de habitantes, el país musulmán más poblado del planeta; entre las víctimas se encuentra un número considerable de europeos, lo que arrima la tragedia al Primer Mundo –la conquista de América ha evitado en gran medida a España ese luto, porque los españoles van por fin de año al Caribe–; el que se produjera en temporada vacacional en Occidente acrecentaba tanto la conmiseración como el tiempo de ocio para experimentar ese sentimiento; la circunstancia de que se presentara sin preaviso, puesto que si ciclones y tornados suelen anunciarse con alguna antelación a los meteorólogos, ésta fue, en cambio, la visita que no llamó al timbre; y de manera más difusa, un Occidente desembarazado de las antiguas preocupaciones que suscitaba la URSS se instala hoy de manera psicológicamente más libre en la compasión colectiva; incluso el sustituto del comunismo como gran espantajo multinacional, que es el terrorismo islamista, queda empequeñecido en su capacidad de daño por comparación con el furor impersonal de las aguas y de los vientos.
Pero, la gran razón que contiene a todas las anteriores es la globalización y su gran maestro de ceremonias que es la maquinaria televisiva. El tsunami es el primer desbarajuste natural retransmitido al mundo entero en tiempo prácticamente real, con reestreno constante y un poder hipnótico sobre las masas que lo contemplaban desde la seguridad de sus hogares que, en su género –descriptivo, pero nunca suficientemente interpretativo–, carece de todo parangón.
Es ésta la primera vez en la historia en que el planeta se ha estremecido, todo, a un mismo tiempo, aunque haya sido naturalmente distinta la asimilación del hecho, según las audiencias. Aquel que, especialmente en el rico Occidente, es espectador de la desgracia del otro, sin pensar que por ello su dolor sea menos real, siempre puede comprar fracciones de paz interior, entregándose a la catarsis de la caridad. Aunque no existan los premios Emmy del horror.
* De El País de Madrid. Especial para Página/12.