CONTRATAPA
¿Y ahora qué pasa, eh?
Por Eduardo Fabregat
La frase abría La naranja mecánica de Anthony Burgess, y fue utilizada como caballito de batalla a comienzos de los ’80 por Los Violadores, una banda revulsiva surgida de las entrañas de una ciudad paranoica. La frase, también, condensa el sentimiento que comienza a campear en el ambiente rockero argentino tras la tragedia de República Cromañón. Un interrogante muy grande, aun para un medio acostumbrado a preguntarse por su supervivencia cada diez minutos. Una pregunta que se hacen todos, pero que les ocupa la cabeza en especial a los músicos que no suenan en la radio, que están muy lejos de Obras, que apenas si trascienden al grupo de amigos: ¿Y ahora qué pasa, eh?
La tragedia que se llevó la vida de 191 personas desató una ultraconciencia por las lamentables condiciones en que actúan los grupos de rock. Es una iniciativa saludable, pero llega contaminada por el carácter espasmódico de los sucesos argentinos: de pronto, la única agenda es colgar de los talones a Omar Chabán, interpelar a Aníbal Ibarra y exigir a todos los locales que cumplan una larga serie de requisitos antes ignorados de forma olímpica. Para calmar la exigencia popular de que “se haga algo”, los hipercontroles se llevan a cabo con la sutileza del elefante en un bazar, sin detenerse a contemplar otras consecuencias y sin sopesar aquello que debe modificarse por vías muy diferentes al inspector ignífugo.
Dicho de manera brutal: cerrar todo lo que no cumpla con las nuevas normas de hierro condena al rock de base a la extinción. Las bandas no aparecen de la nada en el ranking radial, ni son tocadas por la varita mágica de un productor, ni se consagran en Operación Triunfo. Los grandes nombres del rock argentino fueron alguna vez muy pequeños, y forjaron su leyenda en escenarios mínimos, en sótanos, en reductos blindados a los salvajismos sociales y políticos que se verificaban afuera. Tocaban y tocaban, y era la única manera de exponerse. Lo sigue siendo: la industria discográfica local sufre un 55% de piratería, y ni siquiera los artistas conocidos pueden confiar en parar la olla vendiendo discos. ¿Y cómo grabar un disco sin rodaje de escenario, sin público que corra el boca a boca, sin mostrar las canciones más allá de la sala de ensayo?
Sumo y Soda Stereo, por dar dos ejemplos, se asomaron a los libros de historia en el mínimo tablado de un lugar llamado Café Einstein, regentado por un tipo llamado Omar Chabán. El Einstein no tenía los matafuegos en regla ni había salidas de emergencia... pero el público no encendía bengalas ni llevaba banderas. Alcanzaba con las canciones, alcanzaba con la labor de los músicos, los únicos protagonistas de “la fiesta”. Algo sucedió en los ’90 para que el público comenzara a creer seriamente que no alcanzaba con asistir al show, que además debía intervenir. Adoptando las costumbres del fútbol, queriendo agregar color y una mal entendida pasión, el público se transformó en hinchada, y la hinchada colgó sus banderas y quiso hacerse notar con sus fueguitos. Como continuación lógica, cuando algunos hinchas se colgaron la guitarra no tuvieron dudas en alentar la cultura del aguante, la distorsión de tratar de destacarse no por la música que eran capaces de crear, sino por la cantidad de banderas, bengalas y cánticos que podían arrastrar. Alguien dictaminó que el rock era eso, un buen número de personas se lo creyó, y otra parte ya no pudo hacer nada por evitarlo. Nadie, siquiera, se planteó la contradicción de gritar “el que no salta es un militar” enarbolando un artefacto de fabricación militar. Entonces sí, los lugares como el Einstein o Cemento se volvieron una bomba de tiempo.
El rock no es peligroso, algunas costumbres sí. En 1997, en un show de A.N.I.M.A.L. realizado en una carpa de Buenos Aires no duerme, alguien encendió una bengala, y el cantante y guitarrista Andrés Giménez paró todo y le exigió que saliera del lugar. Como dijo en el Suplemento No Germán Daffunchio, ex Sumo y actual integrante de Las Pelotas, “lo que más odio de toda esta historia es que la clase política quiera sacarle rédito, que la derecha vea su oportunidad de destruir el rock, de reprimir otra vez, de volver a la vieja historia, cuando en realidad la gente del mundo del espectáculo es la que puede dar algo de esperanza o de entretenimiento”.
El circuito under es el hábitat natural de cientos de bandas que no tienen por qué cargar con las consecuencias de un sector de público irracional, y las fallas del Estado para asegurar el bienestar de los ciudadanos. En ese hábitat hay infinidad de músicos que jamás permitirían que la hinchada les copara la parada, y cuyas canciones son lo suficientemente inspiradas como para no necesitar pirotecnia de ninguna clase. Los factores que llevaron a la tragedia de Cromañón no van a desaparecer, ni arreglarse mágicamente por poner en las calles a un comando de clausura permanente. La seguridad debe estar en la agenda, pero alguien tiene que plantearse también qué pasa con todos esos pibes que crean, que sudan la gota gorda, que ponen la vida en mostrar sus canciones y hoy apagan los equipos, se miran entre ellos y citan a Burgess y esa banda surgida de los sótanos de una ciudad tan paranoica como la Buenos Aires de hoy.
¿Y ahora qué pasa, eh?