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El dolor de ya no ser
Por Mario Wainfeld
En algo se parecen los dos. Carlos Menem y Adolfo Rodríguez Saá son taimados, envolventes, seductores, entradores. Ambos llegaron a presidente a pura astucia, por haber sido más decididos que sus eventuales contendores.
También los emparienta la elección de 2003. El riojano y el sanluiseño hicieron buena cosecha de votos, anclada en buena medida en los sectores más humildes del peronismo. Y los dos se chispotearon tras la primera vuelta, rabiosos por haber perdido. Menem no se percató de que huir le era letal, creyó que esa movida lo preservaba de la derrota.
Adolfo no supo ver que le convenía rápidamente apostar a manos de Néstor Kirchner y se distrajo pensando que era dueño de un caudal de sufragios que no manejaba. Luego traspapeló su posibilidad de armar una línea interna asentada en su base territorial, que abarcaba el Nuevo Cuyo y parte de Córdoba, en verdad todas las provincias linderas con su San Luis. Una provincia que sigue siendo más digna para observar que La Rioja.
Sus vidas paralelas post 2003 incluyen otra coincidencia: los gobernadores de sus respectivos terruños alardean de independencia, no les son del todo dóciles. Angel Mazza y Alberto Rodríguez Saá, sus pollos políticos, ahora de vez en cuando los desafían, tu quoque Brutus.
Pero esas similitudes son menores que lo que los distancia. Menem fue el único presidente peronista que terminó dos mandatos, hazaña que logró malversando el mejor legado de su movimiento en el altar del neoconservadurismo.
Adolfo fue el más breve de todos los presidentes peronistas, mucho más que el fugaz Héctor Cámpora. Uno se perpetuó como paladín de la reconversión liberal. El otro propuso un imposible retorno de la retórica nac & pop, sin sustentación económica. Las diferencias de viabilidad, signo de los tiempos, quedan a la vista.
Claro que las diferencias ideológicas no suelen ser escollos insalvables para la mayoría de los justicialistas, sobre todo si se las posterga en aras de acumular poder. Pero hete aquí que Rodríguez Saá y Menem se detestan, claro que con intensidad diferente. Adolfo odia a Menem desde el sonado episodio del hotel Y no c que siempre barruntó urdido por Menem y su jefe de espías Hugo Anzorreguy. Según él se trató de una despiadada respuesta a su intento de impedir la primera reelección del riojano.
Menem seguramente aborrece menos al Adolfo. Sus allegados comentan que apenas recuerda el episodio que enardece a su flamante aliado: los hombres del destino no odian al adversario al que han hecho morder el polvo. Pero tiene en menos al presidente efímero, por sus bravatas de 2000 y 2001, por su retórica encendida contra la convertibilidad, por aquel discurso declarando el no pago de la deuda externa. Y, asegura un integrante del menemismo racional (que los hay, en retiro efectivo), que también masculla una bronca subjetiva, incorroborable. Cree que el Adolfo le “mordió” base peronista en 2003, sellando la suerte de la elección que (él pensaba) no podía perder.
¿Qué los une, extrañados del poder, alejados de mesas grandes o chicas, aquejados de tamaño síndrome de abstinencia como sólo puede tener un justicialista cuando otro gobierna y lo deja afuera? El enemigo común, la coalición entre Néstor Kirchner y Eduardo Duhalde (otro encono compartido) que encolumna al justicialismo. Los une el rechazo de esa fuerza proteica que supo aplaudir la privatización de YPF (punto cúlmine de la saga de Menem) tanto como ovacionar el default proclamado por Adolfo, el breve, en su hora más gloriosa y, ay, mal recordada.
Un hombre que supo revistar en la izquierda peronista del ‘70 y años después en el menemismo, Julio Mera Figueroa, decía que los peronistas tienen un olfato inmejorable para intuir la pituitaria de los muertos. Sin ponerse tan definitivos (nada lo es en política), el factor común más fuerte entre los dos ex presidentes que se dieron cita en San Luis es el exilio que les han impuesto sus compañeros, que perciben que sus jornadas o sus segundos de gloria son cosa del pasado. Claro que uno todavía tiene tiempo para recuperarse y el otro corre contra el reloj biológico, pero su presente es de privación. Ahora son tiempos de Kirchner. Y si tropieza Kirchner, habrá que pensar en Roberto Lavagna, en el incombustible Carlos Reutemann, en Daniel Scioli, en cualquiera que pueda conseguir votos, con algún discurso o con otro. Vertical al éxito es el justicialismo y el éxito ha huido de Menem y de Rodríguez Saá.
La soledad del poder es un relato urdido por gentes sensibles, no necesariamente por políticos, casi seguro que no por peronistas. Lo que realmente duele es la soledad del no poder, castigo para esos dos hombres que supieron ser hedonistas del mando y que ahora no superan el rol de actores de reparto.