CONTRATAPA
Perplejidades del metegol
Por Juan Sasturain
Estuvo en los diarios, al menos en éste. Se celebró el último fin de semana, en Río Ceballos, Córdoba, el Primer Campeonato Argentino de Metegol. Antes, en el verano y como corresponde a “la época”, había habido uno de bolita, que fue un éxito. Parece que los que manejan el turismo en la zona se han propuesto hacerle la contra o al menos diferenciarse de las propuestas de la alta montaña, los deportes de riesgo, el trekking, el sky y otras tantas alternativas cajetillas. Qué bueno. Qué bueno que esas cosas existan.
Pero también es cierto que más allá del gusto que nos da el reconocimiento a la importancia de algo que amamos, siempre es extraño cuando una actividad ligada al juego y a la infancia, al ocio no reglado, al entretenimiento y la destreza populares, resulta encausada por los carriles de cualquier tipo de ortopedia leguleya e institucional. El concepto, digamos, de bolita con rodilleras, la mancha con sensores tipo esgrima o el teto seguro. Hay cierto riesgo de desnaturalización, acaso inevitable.
En mi caso, sabía de mentas –sin confirmar ni moverme para corroborar nada– que por Barracas había diestras parejas y solistas cuadrumanos dispuestos a demostrar a quien quisiera que desde un club de barrio de la avenida Montes de Oca –sede institucional de la Federación respectiva– se dictaba cátedra ecuménica de metegol. Nada me impidió imaginar y disfrutar de la idea de que en ese rincón de la ciudad y arrabal del mundo estaba el secreto ombligo universal del juego. Y no me extrañaría que así fuera, porque el metegol es parte –no menor, a su manera– de la cultura popular argentina.
Pero después uno va a Internet, consulta páginas pertinentes y descubre que la canchita con los fierros engrasados, los muñequitos de metal, las pelotitas encajonadas y la propulsión a fichas es cosa universal con origen en el hemisferio hegemónico. No faltarán los eruditos que me corrijan con autoridad y datos precisos, pero me he enterado de que –por lo que se sabe– es un juego que idearon primero y nombraron inextricablemente después los alemanes, para dejarles la posta a los avispados yanquis. Sería algo así como el bandoneón: alemán de nacimiento, la adopción criolla le da carácter, le encuentra su lugar en el mundo haciéndole revelar su naturaleza con definidas frases tangueras. Sin embargo, el proceso no es tan sencillo ni esquemático: probablemente ni siquiera es así.
Porque lo notable es que, en Estados Unidos, lo desarrollaron, perfeccionaron e impusieron como juego y exportaron al mundo sin tener como referencia el deporte real del que el metegol es sólo un simulacro. La idea es sólo en apariencia perturbadora: se puede saber jugar al metegol –y hacerlo bien– sin tener la menor idea de cómo lidiar con una pelota de fútbol. Los japoneses son especialistas en ese tipo de propuestas esquizofrénicas, se la pasan copiando extranjerías, haciendo copias cada vez más perfectas, incorporando moldes y técnicas. El fútbol no se puede reproducir, pero el metegol sí se puede copiar.
La pregunta anterior a estas cuestiones es si ese hermoso juego que es el metegol copia al fútbol. Si las destrezas que requiere son similares, si el concepto es el mismo. Y la respuesta es no. Sólo en gruesa apariencia –arcos opuestos, pelota, once jugadores– hay similitud. El metegol sólo reproduce las emociones del fútbol, centradas en el gol; replica rivalidades si se apela a la oposición de colores y poco más que eso. Hay pase y amague pero no hay gambeta. Es cierto que puede rescatarse, en oposición y diferencia respecto de otros entretenimientos habitualmente contiguos, el papel de la destreza física, la sutileza de muñeca, el lugar que se otorga a la sensibilidad más fina, algo que es indiferente en los juegos electrónicos, por ejemplo. La habilidad que requiere el metegol no es necesariamente útil ni productiva en el resto de los juegos de mesa, pero tampoco tiene demasiado que ver con el fútbol propiamente dicho.Tiene, eso sí, un dejo retro, artesanal, íntimo y de contacto que los otros juegos de luces han perdido. El metegol tiene algo de clásico, de inmutable y conservador.
Acaso por todo eso los mejores jugadores de metegol no suelen ser buenos futbolistas y –me atrevo a sugerirlo– no se interesan demasiado por el juego original, que ha ido mucho más lejos en sus variantes. Si uno atiende a la distribución clásica de los jugadores en la mesa, en cuatro filas alternadas por equipo, notará que es la trasposición del uno, dos, tres, cinco de la formación original del fútbol, al uno, dos, cinco, tres que compensa y equilibra en la versión de madera y fierro. Recién en los últimos años han aparecido las variantes de distribución –tímidas– que proponen tres en el fondo y cuatro en el medio. Nada impide pensar que puede o debería existir la posibilidad de variantes más libres, formaciones opcionales, esquemas tácticos mezquinos o generosos entre los cuales elegir: tres. tres, cuatro; cuatro, cuatro, dos, etc.
El promovido metegol encierra todavía un mundo por descubrir.