Miércoles, 8 de febrero de 2006 | Hoy
Un amigo médico me contó hace unos años que varios indios habían sido hospitalizados en Oaxaca, México, con síntomas letales de intoxicación, pero no podía tratarlos porque desconocía los agentes químicos que estas personas habían manipulado mientras trabajaban ilegalmente al norte del río Bravo. Cuando la empresa percibió que estaban enfermos los denunció a la policía para que los expatriasen en calidad de inmigrantes ilegales.
Decidí entonces hacer un viaje a esa frontera. No voy a narrar lo que todos conocen. Sólo señalaré dos detalles. Más allá del espectáculo de interminables favelas agolpadas tras el muro de acero, lo que me llamó la atención fue una connivencia entre los indios que saltaban la barda y los policías de la border patrol. También me intrigó que la gran muralla tenía agujeros: era una barda porosa. Y uno de los agentes que interrogué me contó con la mayor naturalidad que camiones de alto tonelaje rompían esas vallas de vez en cuando. Entendí entonces el problema del hospital de Oaxaca. Se dejaba entrar a ilegales en proporciones calculadas como fuerza de trabajo semiesclavo, y cuando ya no se los necesitaba más o no podían trabajar por caer enfermos se los expulsaba como a delincuentes.
Lo que ha sucedido después bajo los auspicios de la guerra global es más siniestro todavía. En los estados sureños de Norteamérica se ha pasado a una explícita criminalización de los latinos ilegales en términos explícitamente racistas, que por lo menos en dos ocasiones fueron avalados oficialmente por sendos gobernadores de estado en presencia del presidente de la República de México. Y mientras organizaciones voluntarias juegan a la caza de indios en algunos de esos estados, el portavoz académico del fundamentalismo cristiano norteamericano, Samuel Huntington, legitimó otra cruzada contra los bárbaros del Sur. La función de estas campañas es sencilla: impedir la crítica a las políticas económicas que condenan a masas de millones al desplazamiento forzado hacia los campos de trabajo del Norte y confiscar un análisis de las raíces estructurales de los tráficos criminales de armas, drogas y humanos concentrados en esta zona. Sólo la última consecuencia de estas estrategias genocidas llama hoy la atención política latinoamericana: cerrar esta frontera del Sur de los Estados Unidos, y encerrar a México y a América latina en el ciclo de explotación corporativa salvaje, destrucción ecológica terminal, empobrecimiento social masivo y guerras paramilitares de controlada invisibilidad por toda conclusión final.
Las implicaciones militares, económicas y políticas de la extensión del nuevo telón de acero es sin lugar a dudas el aspecto más importante de la cuestión. Yo sólo puedo y debo hablar de sus implicaciones intelectuales y culturales. Las formularé con una pregunta sencilla: ¿Cuál es la respuesta del Norte con respecto a esta muralla levantada contra el Sur? ¿En qué medida se reconocen en el mundo intelectual norteamericano las vicisitudes y amenazas que en este momento viven las sociedades y culturas latinoamericanas bajo el inmenso poder devastador del colonialismo corporativo y financiero del Norte?
En los años ochenta y noventa el diálogo Norte/Sur lo presidían una serie de ficciones volátiles. Me limitaré a tres o cuatro garabatos. Los derechos humanos, en primer lugar. En el período de las llamadas transiciones democráticas, la academia y los medios norteamericanos despolitizaron los constituyentes políticos de los fascismos de América latina bajo el postulado de los derechos humanos como única y exclusiva perspectiva. Son muchas las cosas que se pueden decir a propósito de esta coartada. En su nombre se han puesto en escena espectáculos oscuros como el del dictador Pinochet: nunca se han puesto en cuestión las operaciones genocidas del Cono Sur, las operaciones criminales de persecución política en Mesoamérica o la liquidación del proyecto de soberanía regional del Brasil; y nunca se ha discutido abiertamente el diseño de esos fascismos a partir de Washington. En nombre de virtuales derechos humanos, hoy como ayer realmente violados, el Norte ha congelado la imprescindible reflexión sobre la función política de los fascismos del Sur y sus catastróficas consecuencias sociales y culturales.
El segundo muro de contención intelectual del Norte frente a los dilemas sociales del Sur ha girado en torno de las semiologías y retóricas del multiculturalismo y la hibridación. Ni yo ni nadie pueden poner en duda las correctas sintaxis con la que se empaquetan académicamente esos discursos globales. ¿Pluralismo cultural? ¡Cómo no! Todos los presidentes de América latina se han disfrazado alguna vez de indio en sus campañas electorales. Por todo lo demás, los pueblos de América no han dejado de hibridizarse sexual, religiosa, cultural y socialmente desde el primer día de la conquista, con los espléndidos resultados que todo el mundo sabe. La menor sensibilidad histórica pone al descubierto que este virtuosismo multiculturalista ha servido en el pasado y en el presente de mascarada para ocultar subestructuras de clase, poder y destrucción coloniales en el Tercer Mundo. Los campos vigilados de la micropolítica bajo las que operan estas estrategias simbólicas han permitido ocultar a través de sus más sublimes intenciones y objetivos la situación infrahumana de millones de indios y mestizos a ambos lados del río Bravo.
La tercera muralla china que la academia norteamericana ha levantado frente a los universos intelectuales y artísticos latinoamericanos es la llamada subalternidad. Esta metáfora es tan repelente como significativa. Un subalterno es alguien dependiente, sometido y subyugado. Pero los misioneros de esa subalternidad transforman a los tales sujetos perseguidos e injuriados en los bienaventurados de una reciclada teología política de la redención de los pecados. Más allá de la jerga pedante y oscura en la que se pertrechan sus slogans académicos, su último significado se pone de manifiesto en sus ostensibles consecuencias: establecer una conexión directa entre los sujetos corporativos globales y estos microsujetos locales que, al mismo tiempo, cortocircuite y elimine aquellas mediaciones intelectuales y artísticas que de José María Arguedas a Camilo Torres, y de Juan Rulfo a Eduardo Galeano han reflexionado sobre la situación colonial de América latina en el siglo XX y sobre los medios para salir de ella.
Por otra parte, este sujeto subalterno (el indio, la mujer, el homosexual y otras abstracciones imponderables) lo ha desempolvado esta academia poscolonialista de los manuales de marxismo-leninismo, lo que le da un cierto brillo deslustrado de izquierdas. Los bienaventurados subalternos son una metástasis del proletariado revolucionario del siglo XIX y del campesinado anticolonial del siglo XX. Pero se trata precisamente de su versión despolitizada y desactivada. La revisión micropolítica de los condenados de la tierra acaba por atribuirles aquella misma cualidad mansa de salvajes políticamente correctos que ya habían descubierto los conventos coloniales de franciscanos y dominicos en el siglo XVI. El concepto de “sujeto subyecto” es precisamente el primer subalterno, inventado por la teología de la colonización de De las Casas (Cf. El continente vacío). Eso sí, en nombre de la salvación secularizada de esas pobres almas el poscolonialismo liquida la tradición intelectual latinoamericana más crítica, de Angel Rama a Carlos Mariátegui, y de la Antropofagia al Tropicalismo, sin otros argumentos que la palabrería antinacionalista del patriotismo imperial norteamericano, ni mejor consistencia que el infantilismo postintelectual.
Y pongo punto final al relato de estas miserias con la cuarta muralla china, que en realidad no es una muralla, sino más bien una fosa. Es la fosa sepulcral del silencio de estos postintelectuales de la academia y la industria cultural del Primer Mundo frente a las guerras, la destrucción ecológica, la colonización biológica y los genocidios político-económicos y militares en el Tercer Mundo. Como este silencio es doctrina oficial de la seguridad del Estado, ya no tengo que decir más nada. Sólo recordar que algunas voces contadas lo rompen sonoramente. Pero vivimos en tiempos de silencio.
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