Sábado, 10 de febrero de 2007 | Hoy
Por Sandra Russo
Debo confesarlo antes de que Paparazzi haga una investigación y lo descubra: desde la primera edición, soy fan de Gran Hermano. Fue el primer reality y creo que concentra todos los anzuelos, los vicios y las perversiones del género, sin llegar a los patetismos o los bordes bizarros de otros. Bueno, ser fan es una manera de decir, no recuerdo cuál participante jugó contra cuál, ni tengo habilitado el canal para seguir los movimientos de la casa las 24 horas. Soy todo lo fan que puedo ser de un reality, pero digamos que cuando se largó aquella primera edición, me atrajo el trazo grueso del juego, que consiste en ser mirado y escuchado sin interrupción.
Básicamente, Gran Hermano es un juego de exposición. Para jugar bien hay que tener carne y ponerla toda en la parrilla, aunque tal vez haya que hacerlo por partes, tal vez haya que mentir, tal vez haya que exagerar. Y unos cuantos años después de aquella primera experiencia, y ya no con los “valientes” de Solita sino con los “hermanitos” de Jorge Rial, es inevitable advertir que lo que está expuesto es el mecanismo del juego, más que los conflictos que puedan exhibir o relatar sus participantes.
Gays, huérfanos, bailarinas exóticas, prostitutas, taxi boys, maestras jardineras, desocupados, muchos mundos han confluido en esa casa en la que supo haber una vaca y un sauna de acuerdo con la temporada, y en la que ahora hay un estudiante de medicina cordobés que se autonominó porque dice que no soporta votar a los compañeros, y una profesora de educación física que resultó nominada básicamente porque “no cuenta” su historia, y hacerlo les parece a los demás una obligación “para dejarse conocer”. Los enerva tanto que la chica no hable sobre sexo ni cuente alguna experiencia traumática, que después de insultarla le siguen gritando, absolutamente convencidos de que si uno se inscribe en Gran Hermano es para exponerse.
Posiblemente tengan razón, porque si todos los participantes fueran tan discretos, el rating sin duda bajaría. No podrían hacer lo que hicieron, por ejemplo, con otra de las chicas, que en el casting confesó que había grabado un video para Playboy. Telefé y sus ediciones diarias sobre el reality mantuvieron silencio, pero como ahora la televisión trabaja en combo, Jorge Rial obtuvo el video (no debe haberse tratado ni de una gran búsqueda ni de un gran hallazgo, toda vez que la chica en cuestión parece decidida a “todo por un sueño”), y pasó en Intrusos, su programa de América, las imágenes de Griselda manteniendo relaciones eróticas con dos mujeres y un hombre.
Después del surgimiento de tres o cuatro estrellitas de Sofovich provenientes del reality, el reality en sí mismo perdió interés, porque a cada uno que entra se le leen los cálculos en la cara: todos quieren entrar al mundo del espectáculo, porque no saben hacer nada.
Pero una cosa que me llama la atención ahora, y me pasó inadvertida antes, es que uno de los resortes que hacen que ese reality funcione de todos modos, aun cuando esa casa observada durante todo el día y toda la noche ya dejó de intrigar porque observados y todo nunca están haciendo algo que valga la pena ser visto, es precisamente la ofrenda de la exposición.
A la televisión hay que mirarla como termómetro no de lo que abunda afuera, sino de lo que escasea. Y afuera, es decir en la vida real, hay una gran crisis de exposición. La gente común tiene ataques de pánico y los trastornos de ansiedad son los síntomas de la época. Si invertimos los términos, podemos decir que en la vida real, el afuera asusta, da pudor, miedo, y el contacto personal es cada vez más evitado. Hay relaciones que empiezan y terminan sin que ninguno de los dos pueda explicar por qué. Hay mucha gente que prefiere guardarse a exponerse, a bajar el cierre relámpago de su historia, a dejar a la vista las costuras de sus heridas. Ese es el afuera que mira el adentro de la casa de Gran Hermano. Esa es la gente que consume un producto pródigo en ataques de llanto. No pude evitar sentir un escalofrío de vergüenza ajena cuando la profesora de educación física, una chica preciosa y con un cuerpo bárbaro, se puso a llorar desconsoladamente en el confesionario porque por fin pudo largar eso que la atormentaba: “Tengo estrías”, dijo, y clamó por sus cremas para la celulitis.
Y también son interesantes algunas grietas, como la de esa mujer que llamó al programa de debate y preguntó si la producción cuida psicológicamente a los participantes. El conductor, Mariano Peluffo, le aseguró que sí. “¿Y entonces por qué lo pusieron a Jorge Rial, después de lo que le hizo a Marcelo Corazza?”, preguntó la mujer. Peluffo tragó saliva, porque eso forma parte de la lógica de la televisión que la televisión no puede explicarle a nadie. Como se recordará o como no se recordará, Corazza fue el ganador del segundo Gran Hermano, y lo hizo gracias a un perfil de profesor de educación física de moral barrial, que se negaba a meterse de noche en los amasijos de cuerpos franeleantes. Después de ganar, Rial le hizo trampa: le metió en el auto a un taxiboy con una cámara oculta y allí se reveló la bisexualidad del ganador que, por otra parte, ya no le interesaba absolutamente a nadie.
Lo que atrae de Gran Hermano es, de todos modos, la disposición de cierta gente para poner la cabeza allí donde se la puedan cortar. Es en general gente sin mayores expectativas que las de ligar un laburito en la tele. Para jugar, hay que ejercer cinismo, hipocresía y vileza. Cuanto mayores sean las cuotas de cada ingrediente, más hábil se considera al jugador. Hay que entregar al amigo, nominar al mejor para que deje el camino libre y despedirlo, si se va, con lágrimas en los ojos. Yo no sé, pero todo esto a mí me hace acordar de algo.
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