Martes, 7 de agosto de 2007 | Hoy
Por Eva Giberti
Cuando tratamos de comprender lo inexplicable de algunos procedimientos jurídicos, una alternativa para entenderlos reside en rastrear la tradición.
Podría empezar citando la nutrida bibliografía internacional que relata cómo los violadores, los padres incestuosos y los abusadores de niños y de niñas sistemáticamente fueron y son dejados en libertad o sancionados con penas benevolentes.
¿Y entre nosotros? Omito los datos del Buenos Aires colonial y avanzo en el 1800, según lo describe una rigurosa investigación.
Al juzgado del Dr. Iriarte llegó la denuncia de un vecino, José Martínez, quien cuenta que dos niñas (de 8 y 10 años), que habían sido entregadas por sus padres a Juana Auriau para ocuparse de su servicio doméstico, “eran torpemente explotadas por ésta, entregándolas a una vergonzosa prostitución”. Las niñas, conducidas al tribunal, contaron qué les hacían los adultos, describiendo su victimización y concluían: “Nos daban cinco o diez pesos y 100 o 200 a la patrona”.
Por su parte, Juana Auriau se descargaba acusando a una de las niñas: “La había visto en la calle con un vigilante que la solicitaba (...) y que en otra oportunidad había visto a la otra niña y al retarla la niña le habría respondido que ella también quería hacer sus changuitas, como su mamá”. El 27 de marzo de 1877, Juana Auriau quedó en libertad porque el defensor de pobres, Juan Passo, en ese momento defensor de la imputada, sostuvo que los hechos “no fueron fehacientemente probados”.
Otra historia: una niña de 12 años, trasladada desde Mendoza hasta Buenos Aires a cargo de Rosa Moreno, de profesión rufiana regenta del prostíbulo propiedad de Juan Sabaté. La rufiana queda en libertad porque “no se pueden comprobar los hechos”, debido a que “la menor es colocada a disposición del defensor de menores y se pierde su rastro”. En cuanto a Felisa Martínez, de 14 años, tramitada por la rufiana Angela Lasso, colocada en una casa de “buena familia” después de su rescate del lupanar, no se presentó a declarar y en consecuencia la rufiana –que había sido detenida– quedó en libertad sin que se haya podido probar el cargo en su contra. No obstante, el jefe de policía anteriormente había apercibido a la mujer porque hacía muchos años que “ella se ganaba el pan solicitando la perdición de las jóvenes”. O sea, se sabía que contrataba a adolescentes y niñas. Pero estas voces no se escucharon. La relación siempre se establece entre adultos: los que entregan, los que explotan, los clientes, los que escuchan, los que sentencian, los que detienen. O no.
Rufianes, incestuosos y abusadores, todos en libertad por falta de pruebas, porque las palabras de las víctimas no constituyeron prueba.
Dadas las circunstancias actuales por las que atraviesan algunas niñas y niños, quizá sea posible pensar que se ha conformado una tradición jurídica en materia de víctimas de prostitución, de incesto y de abuso, alentada por algunos magistrados; lo cual nos conduciría a reconocer el respetuoso comportamiento dedicado a mantener la tradición que sostiene, como paradigma, la anulación o el descreimiento de las narraciones que niños y niñas víctimas aportan. No sería necesario que desde la posición de quien juzga se eligiesen los textos de un autor estadounidense, Richard Gardner, para desestimar los relatos de los niños y niñas (en una perspectiva infanticida que este autor utiliza como variable), sino que revisando nuestra historia podríamos encontrar antecedentes.
Una tradición no se construye fácilmente; es preciso contar no sólo con la decisión de unas pocas personas; precisa de varios componentes, en primer término, persistencia. Con ella contamos: los sujetos que explotan sexualmente a las niñas conforman un universo en aparente desarrollo y crecimiento que mantiene su actividad siglo tras siglo.
En segundo lugar es necesario que la comunidad se mantenga indiferente o se escandalice y haga estallar algunos volcanes que, según la oportunidad política, se enciendan, inauguren o sostengan decisiones contra estas formas de corrupción. Más allá de lo cual la costumbre continúa prostituyendo niñas y abusando de ellas en distintos órdenes.
Tercero: también hace falta el acompañamiento de mitos capaces de crear principios destinados a circular como verdades indiscutibles, por ejemplo, “los padres quieren lo mejor para sus hijos” y “las necesidades sexuales de los varones precisan alivio”. La familia que entrena a la niña para que sea explotada sexualmente cuenta con las necesidades sexuales de los varones. La combinatoria de ambos mitos –me refiero a la deformación y derivación del sentido profundo de lo que un mito sea– cierra perfectamente y tranquiliza a las comunidades que huyen de este saber. Las familias que aportan el capital de una niña para que sea prostituida no dudan de la eficacia de su elección para el futuro de la hija y de ellos mismos (sin eludir la pobreza extrema que regula algunas circunstancias).
Pero con estos componentes tenemos una costumbre, sin llegar a gestar una tradición. Para que ella exista es preciso que el hecho sea retransmitido de unos a otros y de generación en generación. Esta parte ya ha sido cumplida: se juzga con descreimiento de la palabra de la víctima, niño o niña, como en 1800.
Aun así no alcanza para crear tradición. Es necesario incorporar el sentido filosófico de lo que se transmite, el cual conlleva el reconocimiento de la verdad de lo transmitido, de allí la fuerza y la importancia de las tradiciones. Así lo creía Plotino (filósofo griego), que la considera una garantía de seriedad mientras Aristóteles la pensaba desde una posición crítica.
La Teología incorporó la idea de “la verdad revelada”, que circula de boca en boca, de la cual se imaginan poseedores quienes descuentan que el ejercicio del derecho los coloca en ese camino. A partir de allí, “saben” que no se puede creer en lo que dicen los niños y las niñas víctimas porque, si se les creyese, las víctimas serían los adultos tan sólo por haber ejercido aquello que la costumbre sostiene (“las necesidades sexuales de los varones”). Al fin y al cabo ejercitadas en niños y niñas proporcionadas como material de uso por sus padres, si de prostitución se trata. O descuidados por sus padres, si de abusos se trata. Y si de incesto hablamos, al fin y al cabo el padre es el padre y siempre es mejor tener un padre que no tener ninguno, de modo que se debe suponer que la niña inventa la violación.
Las que se eligen como verdades y de ese modo son transmitidas de generación en generación se inscriben como tradición, incluyendo mitos, consensos, complicidades y persistencias cronológicas,
Quizás algunas sentencias que actualmente horrorizan a un sector reflexivo de la comunidad provengan del afanoso ejercicio destinado a conservar las tradiciones que el Buenos Aires del 1800 había recibido de una Europa experta en desconocer las voces de niños y niñas víctimas. Claro que servir a esta tradición me autoriza a preguntarme si no existirá alguna sintonía moral entre quienes la cultivan y los violadores y abusadores que precisan silenciar las palabras de los niños y las niñas víctimas.
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