Lunes, 31 de diciembre de 2007 | Hoy
Por Leonardo Moledo
Como todos sabemos, o si no lo sabemos explícitamente lo intuimos en el desdichado cuerpo, las fiestas rituales, aquellas que se repiten una y otra vez (como la Navidad, la Pascua cristiana o judía, o el año nuevo occidental o chino, los cumpleaños) tienen la rara virtud de disolver por unas horas la inútil búsqueda del sentido de la vida, aplacar el terror ante la muerte, suprimir el paso de tiempo que nos arrastra a no se sabe dónde, anular el pasado y el futuro en un solo instante presente y mágico, en que nos quedamos suspendidos entre uno y otro, en esa delicada costura que los ata precariamente.
Las fiestas son una contradicción porque, en suma, festejamos una tragedia. Celebramos nuestra fragilidad, alabamos y brindamos por nuestra fugacidad y por nuestra falta de seguridades en el mundo.
Representamos una tragedia, porque intentamos como en el desmayo, en la pérdida momentánea de conciencia –o quizás durante el sueño o el éxtasis–, abolir el tiempo.
La tragedia consiste en la inevitabilidad del Mal (que en este caso es la decadencia y muerte), la coexistencia ontológica del Mal con el Ser, la inexorabilidad del destino final de nuestros actos, la imposibilidad de abolir el pasado que nos constituye (con la materia del pecado), la imposibilidad de redención, porque si el pasado nos constituye, el futuro no existe y es dudosamente elegible (un acto futuro no es más que una representación mental carente de sustento).
La puesta en acto, la representación de la tragedia, su escenificación (que es lo que ocurre con la consumación y el ejercicio del rito) pretende coexistir con el Mal sin mayores daños por el expediente de la creación de una “zona sagrada” especial, el escenario, la mesa servida, el brindis, que se sitúa fuera del tiempo y el espacio y que aspira a la inmortalidad, mediante un recurso sumamente pobre (pero quizás el único): la repetición.
Y desde ya, como en la orgía o la bacanal, la puesta en acto ritual implica la abolición de los condicionantes habituales: suspensión de los odios y querellas, mensajes de prosperidad que saltan por encima de los choques de intereses, familias mortalmente enemistadas que alzan sus copas mientras una lluvia de fuegos artificiales parece unir la ciudad, el núcleo humano, en una acción única. Sin embargo, en tanto la orgía y la bacanal, el carnaval o la borrachera son intentos de sustraerse a la desgracia de un universo moral opresivo, la fiesta o el rito de Año Nuevo o de Navidad trata de sustraerse al condicionamiento ontológico que nos destina a la nada, que del ser nos transportará al no-ser en algún inevitable y poco agradable momento.
Pero ese condicionamiento ontológico y la presencia ominosa del no-ser (cuya existencia negaba Parménides, cuya detestable posibilidad introdujo la escuela de Abdera, y que trataron de saltearse los ciclos de mitos órficos mediante la creencia en la transmigración, las religiones con el intento de un ritual permanente y el racionalismo con la abolición de los dioses y la omnipotencia del conocimiento), pertenecen a una esfera específicamente humana que, mediante la memoria, recuerda un pasado no deseable ni victorioso; el motor de la tragedia, en ausencia de los temibles dioses que gobernaron el mundo con sus caprichos y querellas, es el infierno de la memoria. Porque aunque no haya dioses, ni dios único que puedan molestarnos o tranquilizarnos, sigue presente el Hado, que en las pavorosas mitologías que precedieron a las débiles religiones judeocristianas de Occidente actuaba en un sustrato previo a los mismos dioses y los condicionaba.
Y el Hado (o la Moira o la Erinia, o cualquiera de sus representaciones) era (y es, claro), tajante, como lo fue cuando decidió, junto a las murallas de Troya, y en contra del propio Zeus, que Héctor debía morir a manos de Aquiles: el futuro consiste en una única certeza, no serás.
Así, la fiesta y la Nochevieja mezclan raramente la sumisión y la resistencia: sumisión por el solo hecho de someterse a las exigencias del rito, a la costumbre de festejar, representar y compartir una artificial alegría social; resistencia, ya que por medio de la pantomima que simula la inmortalidad se puede conseguir un temporario alivio, y suspender la mortalidad que momento a momento nos roe, con el mismo paso acompasado del reloj que, en la Nochevieja, parece encaminarse a una culminación a las doce: el tiempo pasa y nos destruye, sí, pero por unos minutos y una horas podemos suprimirlos y palpar la delicada costura temporal que engarza pasado y futuro.
Porque al fin y al cabo, puesto que el presente no existe y es sólo un instante que siempre nos pasa inadvertido, todos sabemos que estamos formados por la esencia pura del pasado recuperado, desgraciadamente, una y otra vez por la memoria, pero durante el rito podemos aferrar el presente en un momento extático en que nos consideramos inmortales.
Y debido a esa dualidad, a esa leve oscilación pendular entre la sumisión y la resistencia, en el largo instante de la culminación, podemos pensar simultáneamente, con tranquilidad: “estamos aquí”, y con temor “¿estaremos todos aquí el año que viene?
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