Jueves, 31 de enero de 2008 | Hoy
Por Juan Gelman
Hay una verdadera parafernalia para lograrlo en EE.UU. y el remedio es sencillo: consiste en criminalizar y más, en patologizar a los jóvenes norteamericanos rebeldes, disconformes con el autoritarismo y que lo retan. Se los considera trastornados mentales y carne de tranquilizantes, anfetaminas y otras sustancias psicotrópicas. La Asociación Estadounidense de Psiquiatría bautizó el presunto padecer en 1980: porta el nombre de desorden de oposición desafiante (ODD, por sus siglas en inglés) y no se aplica a los delincuentes juveniles. Más bien a quienes no incurren en actividades ilegales, pero muestran “un comportamiento negativo, hostil y desafiante”. Los síntomas incluyen “desafiar o negarse activamente a cumplir las demandas y normas de los adultos” y “discutir a menudo con ellos”. Son definiciones oficiales de la Asociación (alternet.org, 28-1-08).
El especialista en salud mental Bruce E. Levine indica que sus colegas estadounidenses no toman en cuenta que un medio opresivo suele originar esa clase de rebelión juvenil y la “curan” con drogas. Las grandes empresas farmacéuticas, muy agradecidas. Como señalara Fernando Savater, la tendencia a considerar “enfermos” a quienes se comportan de manera “excéntrica, vituperable o peligrosa... es una tradición bien documentada desde comienzos de nuestra época moderna y racionalista” (Clarín, 31-10-04). Existe en EE.UU., desde luego. John Adams, su segundo presidente y uno de los Padres Fundadores del país, promulgó en junio de 1798 cuatro leyes de eterna duración: a) el plazo para optar por la ciudadanía estadounidense se amplió de 5 a 14 años de residencia; b) el presidente puede deportar a los extranjeros “peligrosos” según su soberana voluntad; c) el presidente puede expulsar o encarcelar a extranjeros enemigos en tiempos de guerra; d) toda conspiración contra el gobierno, incluyendo los disturbios, es un delito mayor.
Otro Padre Fundador, el médico presbiteriano Benjamin Rush, diagnosticó en 1813 que la rebelión contra la autoridad federal centralizada es “un exceso de pasión por la libertad” y que “constituye una forma de insania”. En 1851, el Dr. Samuel Cartwright descubrió la “drapetomanía”, mal que, según él, provocaba en los esclavos el deseo de huir, y también lo que llamó dysaesthesia aethiopis, enfermedad que impedía que los esclavos prestaran la debida atención a las órdenes del amo. No había esclavitud, había enfermedades. Hoy sucede lo mismo.
El gobierno estadounidense necesita una juventud sumisa, dispuesta a sacrificar su vida en cualquier guerra que a la Casa Blanca se le antoje, y que no participe en pujas “subversivas” como los movimientos por la paz o en defensa de los derechos humanos. Drogas aparte, el Pentágono ha tomado medidas para evitar esos “peligros”, particularmente en las universidades, cuna del rechazo a la guerra de Vietnam. La ley de prevención de la radicalización violenta y del terrorismo en el país, aprobada por la Cámara de Representantes, está destinada precisamente a los campus. La Unión Estadounidense de Libertades Civiles (ACLU, por sus siglas en inglés) ha revelado que el Pentágono acumulaba, en 2006, 186 expedientes de “protestas antimilitares” –algunas calificadas de “amenazas probables”– de grupos universitarios (The Nation, 25-1-08).
Los cuerpos policiales de dos tercios de las universidades cuentan –según el Departamento de Justicia– con un arsenal que incluye desde balas de goma y proyectiles de pimienta hasta rifles y armas semiautomáticas, aunque suelen más bien utilizar paralizantes eléctricos, esos parientes de la picana eléctrica, para reprimir manifestaciones. La “guerra antiterrorista” impulsó a incrementar la vigilancia en los campus mediante incontables circuitos cerrados de televisión, que se decuplicaron desde el 11/9. La industria electrónica y otras, muy agradecidas. Por lo pronto, el Departamento de Educación y el FBI han confeccionado una base de datos que registra a los 14 millones de estudiantes que solicitaron cada año becas en el período 2001-2006. ¿La razón? Identificar a “gente de interés” por su posible vinculación con alguna “actividad terrorista”.
Los estudiantes extranjeros gozan de una vigilancia especial: el Departamento de Seguridad Interior (DHS, por sus siglas en inglés) lleva registrado el nombre de más de 4,7 millones de ellos, aunque sólo uno de cada veinte indocumentados ingresa en la universidad. Algunos carecen de medios y otros tienen buenas razones para no hacerlo: no pocos fueron deportados antes de graduarse. Pero no todos los estudiantes son candidatos a demonio para el DHS: otorga becas a alumnos y profesores para “promover una cultura de la seguridad interior en la comunidad académica” y ha fundado seis centros de excelencia en la materia (www.dhs.gov). Se trata de crear “un capital intelectual” contra el terrorismo. Más bien parece que el DHS se aplica a controlar estrictamente todo capital intelectual.
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