CULTURA › OPINION
Una justicia bárbara
Por roberto gargarella *
La decisión de la jueza Elena Liberatori de suspender la muestra de León Ferrari es un acto que amerita los más severos reproches contra ella, más allá de los gustos o disgustos que en lo personal nos genere el contenido de la muestra en cuestión y los acuerdos o desacuerdos que tengamos con otras decisiones de la jueza. Dichos reproches se basan en la necesidad de resguardar a la Constitución frente a quienes quieran convertirla en propiedad de una facción de la sociedad, y en la obligación de asegurar que el aparato judicial se encuentre libre de jueces que suscriben una visión tal, contradiciendo exactamente el primer mandato que deben cumplir –un mandato de imparcialidad–, es decir, de resistencia a cualquier intento de convertir a la Constitución en una constitución parcial.
Según entiendo, la decisión de la jueza Liberatori es bárbara en su reclamo principal, al sostener que “se han lesionado sentimientos religiosos de la enorme mayoría de los habitantes de esta ciudad”. Dicha afirmación es, ante todo, impresentable desde los estrados judiciales, no sólo por incomprobable. Es impresentable porque todos, en todo momento, podemos reclamar que algún acto de nuestros pares ofende nuestras más profundas sensibilidades, pero ello no nos da a ninguno –y mucho, muchísimo menos a la Justicia– razón para reclamar o usar el aparato coercitivo estatal contra los supuestos ofensores de nuestras sensibilidades. Alguien podría decir –con total sinceridad– que se siente dañado profundamente por el discurso de ciertos personajes de súbita notoriedad pública, o el discurso de ciertos locutores radiales, pero ello no debería llevarlo a pensar que los discursos del caso merecen ser censurados por el Estado, por más veraz que sean los sentimientos –y aun las “lesiones”– del caso. Sin embargo, de seguir los principios fijados por la jueza, la discusión política de todos los días debería ser suspendida, porque en ella a cada instante se entrecruzan críticas brutales, porque es de la esencia de ella que agrupaciones con ideologías contrarias confronten, se peleen, se desmerezcan o aún se denigren las unas a las otras. Según la jueza, entonces, la política democrática debería terminarse si es que la misma incluye –como obviamente lo hace– permanentes y durísimas críticas desde una agrupación a otra –críticas que son capaces de lesionar las más profundas convicciones cívicas de ciertos militantes (por ejemplo, las convicciones de los militantes del partido mayoritario)–. Es decir, del fallo se deduce una mirada de inaceptable desconfianza sobre el valor de la discusión democrática, y la posibilidad de aprender a partir de ella.
Liberatori podría contradecir dicho argumento, sosteniendo que ella no proscribe la discusión crítica sino las ofensas de unos a otros. Pero entonces habría que replicarle que una cosa es la ofensa personalizada, destinada a deshonrar a algún particular, y en especial, a algún particular indefenso, y otra la crítica dura o la ofensa a algún personaje público (el Presidente, sus ministros, los diputados) o a una institución con recursos para defenderse. Según una jurisprudencia amplísima, las críticas feroces a los últimos (el Presidente, los sindicatos, los partidos políticos, las Fuerzas Armadas) merecen, en principio, aceptarse (con independencia de que en lo personal, compartamos o no tales críticas, y su tono), en honor a tener un debate público lo más robusto posible. Dicha jurisprudencia sólo tiende a resguardar a los particulares indefensos, por serlo, y en la medida en que las críticas brutales a aquellos no contribuyen de ningún modo significativo al debate público. (Digo esto para no avanzar con el argumento de que la Iglesia debería acompañar, en lugar de perseguir, las críticas a los eclesiásticos comprometidos con la dictadura –como las que hace Ferrari–, del mismo modo en que la izquierda comprometida con la igualdad debería acompañar a los críticos de Stalin, en honor de los principios que proclama y pretende honrar. Digo esto para no insistir con la idea de que algo está mal con un sistema de creencias que no se considera capaz de resistir, por el peso de su propia historia pasada y presente, una o una multiplicidad de duras críticas.)
Liberatori podría volver a retrucarnos, diciendo que la ofensa política a la que nos referimos en los párrafos anteriores no tiene nada que ver con el tema que a ella le preocupa, que es la ofensa a la religión. Pero si ésta fuera su respuesta, habría que preguntarle entonces qué es lo realmente especial de las convicciones religiosas, que las tornan necesitadas de protección, a diferencia de lo que ocurriría con las convicciones políticas profundas. La respuesta no puede ser que las personas son o pueden ser educadas desde pequeñas en una religión, porque lo mismo podría ocurrir con la educación política. La respuesta no puede ser tampoco que lo que aquí está en juego son cuestiones “trascendentes” o que tienen que ver con la “fe”, porque, en ese caso, su respuesta sería inaceptablemente circular (algo así como “no se puede atacar la religión porque no se puede atacar lo que tiene que ver con la religión”). La respuesta tampoco puede ser que la Constitución protege a la religión, porque lo que ella hace, en todo caso, es impedir que se proscriba a un culto, y no impedir que se lo critique (y conviene reconocer en este punto que ninguna legislación o código puede prohibir lo que la Constitución permite).
Liberatori podría volver a insistir, diciendo que el problema es que aquí la crítica a la religión cuenta con el auspicio estatal –en ese caso, del Gobierno de la Ciudad–. Pero dicha réplica seguiría siendo muy débil. Primero, porque el poder público no se encuentra militando contra ninguna religión, y mucho menos contra la religión católica. Más bien lo contrario: la Iglesia Católica recibe de modo dudosamente constitucional cuantiosos recursos económicos por parte del Estado. Segundo, porque el poder público no obliga a nadie a ver la muestra en cuestión. Tercero, porque el Gobierno tiene la obligación de diversificar la muestra cultural, de modo de abrirnos a ideas muchas veces contrarias a aquellas a las que adherimos. Ello, en particular, cuando comprobamos (tal como en el caso en cuestión comprobarnos) que a las grandes empresas privadas no les interesa expandir las fronteras del arte sino sus “carteras de clientes”. En todo caso, el Gobierno no debe tener pruritos a la hora de apoyar, también, la expresión de ideas que no cuentan con el apoyo popular: ¡Dios nos guarde de un gobierno que sólo se proponga auspiciar las ideas dominantes!
Liberatori podría volver a replicarnos, diciendo que el real problema en juego es que se ha ofendido el culto de “la enorme mayoría de los habitantes de esta ciudad”. Pero si este argumento –crucial en su decisión– fuera su principal argumento, entonces su posición resultaría ya insalvable. Y es que la tarea del juez es exactamente la opuesta, es decir, su tarea primordial es la de resguardar a los grupos minoritarios, impopulares, de los circunstanciales enojos mayoritarios (por ejemplo, resguardar a las minorías de los impulsos censores de la mayoría). Liberatori podría admitir que esto es cierto, pero agregar que ello no quiere decir que el Poder Judicial deber ser indiferente a los ataques a los sentimientos mayoritarios. Pero la respuesta a tal reclamo sería obvia: nadie dice que los jueces deben ser indiferentes a los ataques a los sentimientos mayoritarios. Ellos pueden, en lo personal, repudiarlos (hecho que seguramente ocurre en la Argentina, en donde la mayoría de los jueces son católicos). Pero la única pregunta relevante es si en sus decisiones como funcionarios públicos, los jueces pueden o deben hacer pesar esos sentimientos que los dominan a nivel personal. La respuesta es otra vez negativa y requiere que dejemos de lado el uso de metáforas. Como dijera el famoso juez Brandeis, si el “ataque” en juego es una crítica profunda, aún brutal, el pensamiento mayoritario, la tarea de los jueces no es la de taparles la boca a los críticos sino la de asegurarles que puedan hablar.
* Profesor de Teoría Constitucional UBA/Di Tella.