CULTURA › OPINION

Vestirse y ser desvestido

 Por Sandra Russo

Con Barthes fue un amor a primera lectura y, de hecho, mi propio trabajo periodístico fue orientándose, sin proponérmelo, alrededor de sus Mitologías. Había leído esos ensayos en la facultad y me habían marcado profundamente. Algunos en especial. Por ejemplo, uno en el que analiza comparativamente las secciones de gastronomía de las revistas Paris Match y Elle de la década del ’60. ¿Cómo interpretar semiológicamente la foto de una terrina gelatinada a todo color y en papel satinado? ¿Qué se puede entender a partir de una manga repostera que distribuye la crema chantilly en forma de rosas rococó? Las observaciones de Barthes me partieron el cráneo, porque gracias a ellas entendí no sólo cuál es el mensaje de una terrina gelatinada, sino sobre todo para qué sirve la semiología. El confirmaba una intuición: en materia de análisis y observación, es la mirada del mitólogo la que debe orientarse hacia su objeto, y por lo general el objeto más pródigo en señales y jugos es aquel que está más a la vista, el que consume mucha gente, el que nos acompaña relajadamente, sin misterios; es en el sentido común en donde se agazapa y se enmascara la ideología. En lo más nimio, lo más banal y lo más frecuente hay atrapada información de alta complejidad que aquel que estáatento puede desentrañar.
Cuando empecé a leer El placer del texto, un libro teórico, difícil, abstracto y poético al mismo tiempo, no estaba preparada para tanta belleza. Fue para mí un suceso conmocionante leer cómo interpreta Barthes el simple acto de disfrutar de un texto y qué debe ocurrir para que un texto logre su cometido: ser leído como yo lo leía a él, con palpitaciones, con vértigo. Eso tan íntimo e irrepetible que sucede cuando texto y lector se acoplan en un juego único y autónomo era pasible de ser “explicado”. Nadie, salvo él, que ingresaba directamente a las habitaciones más privadas de los sujetos de su época, podía describir ese instante en el que la escritura se vuelve un ariete que rasga la telaraña de nuestros sobreentendidos. Sobreentender es dejar de protagonizar la vida, es deslizarse por sentidos y discursos que han puesto ahí para nosotros. El poder quiere que sobreentendamos para que unos nos hagamos la posta con los otros y abandonemos todos la posibilidad de crear y recrear la realidad.
Uno de los pilares de la escritura de Barthes es su enorme carga erótica. Para él, un texto que pega donde quiere pegar proviene y es devuelto por el lector al sitio de donde salen las energías más volubles y temidas. “El placer del texto es similar a ese instante insostenible, imposible, puramente novelesco que el libertino gusta al término de una ardua maquinación, haciendo cortar la cuerda que lo tiene suspendido en el momento mismo del goce.” Y es ahí, como escritores y lectores, donde debemos animarnos a llegar, al borde de lo presentido, al borde de lo sabido, al borde de lo sospechado. “¿El lugar más erótico de un cuerpo no está acaso allí donde la vestimenta se abre?”, pregunta Barthes. Claro que sí. En lo entreabierto, en lo que no se dice. Leyendo ese párrafo iluminado entendí que la escritura es una camisa que el lector debe desabotonar por sí mismo. Hay que tener coraje para escribir vestido y ofrecerse a ser desvestido por el lector que uno se merezca.

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