EL PAíS › PANORAMA POLITICO
Memorias
Por J. M. Pasquini Durán
En la misa crismal celebrada el jueves en la catedral porteña, el cardenal Jorge Bergoglio afirmó que la Iglesia vive “en el hoy de Jesús”, que “es un tiempo con memoria, memoria de familia, memoria de pueblo, memoria de Iglesia en la que está vivo el recuerdo de todos los santos”. Ese mismo día, 24 de marzo, en las calles y en tantos hogares, muchos con seguridad católicos, había otra memoria en llagas, la que recordaba la tragedia nacional que comenzó el mismo día, hace veintinueve años, con la instalación de la última dictadura militar del siglo XX. El arzobispo de Buenos Aires y primado de la Argentina además de pastor es hombre de reconocido pensamiento político, pero ese día no tuvo una sola frase para el afligido aniversario de la civilidad, ni siquiera el mismo ruego que le hizo a Jesús con motivo del incendio de Cromañón: “Le pedimos que su pueblo humilde no sea burlado por ninguna astucia mundana; que su mano poderosa ponga las cosas en su sitio y haga justicia” (AICA, enero/05). De verdad y justicia se trata, precisamente, el sentido último de la lucha de casi tres décadas de los defensores de los derechos humanos.
La omisión resonó más fuerte, si cabe, debido a la situación aún inconclusa provocada por la frase infeliz del ordinario castrense Baseotto, quien pretende castigar a los que piensan diferente atándoles una piedra al cuello y arrojándolos al mar. ¿Es tan difícil comprender que la sola amenaza, amén de la explícita intolerancia inquisitorial, resulta ofensiva a la memoria cívica por la familiaridad directa con las crueldades cometidas a partir de aquel 24 de marzo de 1976? ¿Podía esperarse una reacción indiferente o sigilosa del Gobierno que hizo de la causa de derechos humanos uno de sus más significativos capitales políticos? A pesar de estas obviedades, las autoridades del Vaticano decidieron ignorarlas alegando que el Ordinario es un cruzado de la causa antiabortista. El asunto es que estas diferencias de opinión no suceden en el Medioevo sino en el siglo XXI y en una república soberana y laica, donde los ciudadanos tienen derecho a la pluralidad de creencias sin que por eso merezcan la ejecución sumaria ordenada por un inexistente juez eclesiástico.
El aborto “recuerda períodos muy oscuros en la historia de la humanidad”, reiteró el mismo jueves 24 el obispo de Reconquista Andrés Stanovnik, pero las mismas palabras pueden aplicarse a lo que evoca el castigo sugerido por el Ordinario. Podría decirse, entonces, que hay dos memorias y cada quien elige recordar la que prefiere, aunque en ese caso habría que preguntarse por qué las cúspides católicas prefieren olvidar las atrocidades del terrorismo de Estado. En busca de esa explicación, las respuestas que aparecen tienden a quitar velos bíblicos a la amenaza de Baseotto, a la omisión de Bergoglio y a la injustificable solidaridad corporativa, para ubicarlas en el campo llano de las opciones ideológicas. Cuando las referencias son los círculos cerrados de las cumbres vaticanas, hay algunas de esas opciones que aparecen lógicas, porque el integrismo católico suele mirar al mundo por ranuras semejantes a las de los llamados círculos cristianos que inspiran las políticas actuales del presidente George W. Bush.
La experiencia argentina, en cambio, haría suponer que los hombres de la Iglesia nacional, sin insubordinarse a las prédicas de los superiores, deberían reaccionar de acuerdo con la realidad que los cobija y, de paso, coexistir mejor con el Estado civil que les otorga variados privilegios, entre ellos generosos subsidios, como el mismo salario de cinco mil mensuales que ahora dejará de recibir el Ordinario. Cuando Bergoglio, en la misa crismal, sentenció que “el tiempo de la política parece a veces ser circular: como el de una calesita en la que la sortija la sacan siempre los mismos”, quizá debió reconocer que su institución figura entre los agraciados de la sortija. En verdad, si la Iglesia perdió peso en causas como el divorcio o la procreación responsable no es por blasfemia del Estado sino por su propio tiempo circular, una suerte de fundamentalismo doctrinario que no le permite evolucionar al ritmo y en la dirección que marcha la condición humana.
A lo mejor habría que concebir esta retumbante derivación de la polémica inicial, sobre la que se auguran nuevos cruces, como la manifestación tardía de una malformación de la cultura política del siglo XX en la Argentina que impulsa a cada parte a sentirse propietaria del derecho a imponer una concepción homogénea y unánime del ser y de la esencia de la nación: “Las Fuerzas Armadas, que se proclamaron custodias de los superiores intereses de la Nación, la Iglesia Católica, que afirmó la catolicidad de la Nación, y los grandes movimientos políticos democráticos –el yrigoyenismo y el peronismo– autoproclamados expresión esencial de la nación [...] Todos contribuyeron al ensañamiento faccioso y a la espiral de violencia...” (L.A. Romero, El proyecto nacional ausente en La Nación, 23/03/05). En el mismo texto el autor propicia con vigor y acierto dos conclusiones a tener en cuenta. La primera: “Si la Argentina ha de seguir siendo democrática y republicana, el proyecto resultante deberá ser el producto de la razón, más que de la emoción. Se construirá en la mesa del debate y no en los balcones unánimes. Será el resultado de una discusión abierta y plural antes que de un monólogo excluyente”. La segunda: “Por donde lo miremos, nuestro Estado hoy está maniatado por los intereses instalados en él, y casi licuado por una corrupción que no es sólo de las personas sino de las mismas normas y valores. No hay proyecto posible si el Estado no recupera su autonomía de acción”.
Dicho lo cual, el mejor augurio para el desagradable “caso Baseotto” es que se reanude o comience el diálogo entre quienes tienen la autoridad y la responsabilidad en ambas orillas de tender puentes de concordia sobre bases de mutuo respeto. Para estas situaciones antes que la jurisprudencia y el choque de bibliotecas más vale que las voces de la política se hagan cargo de lo necesario. Aunque la polémica en sí misma tenga algún valor de entretenimiento, en tanto reposan otros asuntos de la agenda nacional quizá de mayor encono, ninguna distracción es eterna y termina por desgastar a los protagonistas, sin contar los riesgos del camino, sobre todo cuando hay actores interesados en encender las bengalas de las discordias para atacar por el flanco ya que no tienen fuerzas o condiciones para ser frontales. Al Gobierno hay más de uno que le tiene ganas pero se desaniman cuando revisan las encuestas de popularidad del presidente Néstor Kirchner. Mantener esos índices favorables de opinión pública requieren del Gobierno una tensión permanente y en ese ánimo es más fácil sentarse en el balcón de la unanimidad que en el diálogo más de una vez exasperante.
Por otra parte, hay diálogos necesarios, otros inútiles y algunos obligados, cuando no una mezcla de todo. Es el caso de la visita relámpago un día de esta semana de Donald Rumsfeld, secretario de Defensa de Bush y unos de los buitres de las “guerras preventivas” con olor a petróleo. Pocos días antes de su llegada, a manera de aperitivo, el director de la CIA en Washington alertó sobre la inseguridad en América latina, a la que llamó a la vieja usanza “nuestro patio trasero”, con lo cual hay más de un motivo para alertarse. Al mismo tiempo, desde la Casa Blanca reclamaron la presidencia del Banco Mundial para uno de los “cerebros” de la invasión de Irak, un sesudo estratega que sostenía que los marines serían recibidos en Bagdad como ejército libertador, nunca invasor. Ese personaje, de cuyo nombre mejor no acordarse, será el que oriente los fondos del Banco para promover el desarrollo en los países de la periferia. La Argentina, por ejemplo, recibe aportes para sus programas sociales, por ahora. Todos estos hechos, visita incluida, han merecido muchas menos atención pública que las estériles pujas entre memorias, aunque todos ellos merecerían cuando menos la inquietud de algún legislador entre los muchos que, como Baseotto, cobran buenos sueldos pero están más atentos a las internas bonaerenses que a la marcha del país, de la región y del mundo. Algunos prefieren ser atrio y otros patio trasero, pero siguen siendo contados los que viven el destino colectivo como casa propia.