Por más que se resista uno a incurrir en facilidades como “un grande” o “poeta mayor”, a alguna fórmula así hay que echar mano para dar cuenta de qué es eso que hace Gelman con las palabras y en las palabras, o alrededor de las palabras o, y especialmente, ahí donde la palabra muestra sus límites. O para advertir la diferencia entre el hecho de escribir poesía y el hacer de la escritura poética algo que, extremándola, le da una razón de ser a la que los términos “estético” o “literario” le quedan cortos. Gelman el poeta político, sí, el poeta de los diminutivos también, y el que de un modo inusitado supo escribir desde acá –si “acá” quiere decir un sabor, un hacerse cargo de lo que la voz tiene de viva materia indomable–, el que deshizo y rehizo los modos de poner en juego la lengua, el que exploró el dolor de las peores pérdidas, el jugado, el íntimo. Desde hace medio siglo, a lo largo de unos treinta títulos, ni las desventuras ni los compromisos del cuerpo ante el prójimo ni la notoriedad pública le impidieron empecinarse en una tarea que, tanto como avanza, desconcierta.
Hay que animarse a leer en serio País que fue será, a lo que pone a la vista y lo que propone hurgar. El hombre que desde estos poemas omite, desvaría, juega, alude a vaya a saber qué, canta o se empoza en la constatación de lo que no se comprende o se comprende fatalmente, es un hombre enfrentado a las infinitas dimensiones de la vida realmente existente, asombrosa e incomprensible, enigmática y aplastante, cargada de lo peor y de milagros que se agradecen. Lo personal como una donación y, ahí nomás, la horrible evidencia de un tiempo en que el crimen es política oficial del planeta, sin por eso privarse de ironizar astutamente o de emitir opinión si cuadra (sobre la poesía que se está escribiendo, por ejemplo). Todo eso, pero no sólo eso, ni tampoco exactamente eso: es otra cosa. Cada vez más acercarse a la poesía de Gelman es estar, temblorosamente, ante “otra cosa”.

* Poeta y crítico.