Martes, 6 de marzo de 2012 | Hoy
DEPORTES › OPINIóN
Por Diego Bonadeo
Es archisabido que, por estos tiempos, cualquier chichipío o chichipía busca cartel, televisión, fotos, reportajes, romances y demás desde los escándalos mediáticos.
En el mundo de este fútbol cada vez más conversado y cada vez peor jugado, nos encontramos permanentemente con personajes que intentan escaparle al escándalo con frases de circunstancias tales como “todos los partidos son difíciles”, “nos tocó enfrentar a un gran equipo”, “son todos ellos grandes jugadores” y tantas otras mentiras comprobables a partir de lo que se ve cada fin de semana en cualquier cancha de la Argentina.
Pero hay escandalosos a la violeta, de la misma raza de los mediáticos de los programas de chimentos, que aprovechando la ineptitud o la complicidad –o ambas al mismo tiempo– de tanto mercachifle de cuarta que anda por allí merodeando o inclusive dirigiendo instituciones, se encaraman generalmente como seudoentrenadores, sin mayores pergaminos que alguna rastrera provocación.
Y el último fin de semana el prototipo del “violetero de los escándalos”, Ricardo Caruso Lombardi, además de su ya insoportable histrionismo –que, por otra parte, es permanentemente enfatizado y casi nunca disimulado por los medios–, protagonizó un episodio inexcusable.
Una vez expulsado junto a su colega de River Matías Almeyda, y esperando a que se encendiera la luz roja de la cámara de televisión, se dedicó a gesticular remedando equívocamente al pelo largo y bien cuidado del entrenador adversario. Casi como si su barba candado fuese más de hombre que la cabellera de Almeyda.
Claro que de juego, nada. Ni los unos ni los otros.
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