Lunes, 14 de julio de 2014 | Hoy
DEPORTES › OPINIóN
Por Sandra Russo
“Ya somos campeones, amigo, si esto nunca lo vivimos”, le decía a un cronista de televisión un adolescente del conurbano que ayer pasado el mediodía había llegado junto con sus amigos al Obelisco. “Mañana festejamos a lo grande, amigo, todos a la Casa Rosada a recibir al equipo”, le había dicho un instante antes, y el cronista le había frenado la euforia: “Pará, pará, que faltan tres horas para el partido”. Fue entonces que el que lo interrumpió fue el chico, cuando le dijo: “Ya somos campeones, amigo, si esto nunca lo vivimos”. El cronista titubeó pero reflexionó muy rápido: “Claro –le dijo a la conductora del piso–, son muy chicos. Son menores de treinta. Nunca experimentaron algo así”.
Ese fue otro de los tantos cruces que confluyeron en el estallido de alegría colectiva que trajo el Mundial. Hubo algunas generaciones que lo pusieron en valor porque hacía más de dos décadas que esa alegría se había quedado trabada mucho antes incluso del anteúltimo partido que esta vez jugó el seleccionado argentino. Pero hubo varias otras que recibieron el acontecimiento con los brazos y el corazón limpios de la reivindicación por frustraciones antiguas, como una posibilidad inaugural no sólo de competir en la final de un campeonato mundial de fútbol, sino de experimentarlo en carne propia, en sus humanidades, en sus biografías, de inscribirlo allí, junto a sus afectos, junto a sus amigos, pero sobre todo y especialmente en la fundición con todos, en eso que es diferente a cualquier otra fiesta popular, porque arrasa en su masividad y mezcla clases, ideologías, sectores, afinidades o rasgos parecidos.
Imágenes sorprendentes llegaban desde Río, donde la marea celeste y blanca parecía una peste destinada a fastidiar brasileños. La voluminosa hinchada argentina dio vuelta el guante elitista de la FIFA, que organiza mundiales para ricos. Acompañar al equipo y capturar ese momento de la final derramó los estadios y llenó campings y avenidas, donde los argentinos que durmieron en auto, a razón de cuatro o cinco por vehículo, confraternizaron y le dieron cuerpo al aguante federal: las tonadas provinciales se mezclaban en el relato de los miles de kilómetros recorridos en caravana desde el jueves por la mañana.
El tipo de fiesta del que hemos sido testigos y protagonistas en tanto portadores de la nacionalidad que representa el seleccionado argentino es único en su tipo, precisamente porque no le pertenece a nadie en particular, sino que tributa en lo más expandido de lo colectivo, en el consenso más amplio posible sobre lo argentino. Hay que hacer mucha fuerza en contra y ser rematadamente amargo para no sentirse incluido en esta fiesta que terminó en subcampeonato. Hay que hacer palanca con el resentimiento para no gozar con tanta alegría rellenando las grietas falaces que tantas veces nos impiden compartir la bella coincidencia de haber nacido en este suelo.
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