Miércoles, 30 de julio de 2014 | Hoy
DEPORTES › LA ESTRUCTURA BRASILEñA SE ENCUENTRA RESQUEBRAJADA
La designación de Dunga en lugar de Luiz Felipe Scolari deja en claro el camino por el cual intentan recuperar su identidad, muy lejos de las formas históricas que le dieron los éxitos que lo convirtieron en potencia.
Por Pablo Vignone
Los simplificadores del resultadismo se tiraban de las mechas durante el Mundial cuando escuchaban a repetición eso de “... tener en casa a tu papá”. ¿A tu papá?, se preguntaban escandalizados contabilizando los cinco títulos mundiales de Brasil y los escasos (para el caso) dos de la Argentina. Hasta El País de Madrid editorializó sobre el particular. Decididos a juzgar sobre la base de la cuantificación, ignoraron lo que había de verdad en ese son popular. Porque en cierto aspecto, el fútbol argentino es padre del brasileño en la medida en que le legó sus formas.
No muchos lo saben, pero el fútbol de Brasil se estructuró en torno de las camadas de jugadores argentinos adquiridos durante la década del ’30, tanto para empaparse de su técnica como para copiarles la correcta práctica del profesionalismo, que en la Argentina arrancó antes. El símbolo de aquella transferencia de recursos genéticos fue Antonio Sastre, el crack de Independiente que fue estrella del San Pablo en los ’40, y con estatua propia en el Morumbí. Recién a mediados de los ’50 pudo Brasil perderle el respeto futbolístico a la Argentina y, con sus propias horneadas de intérpretes del balón que hacían un arte de su dominio, discutirle la hegemonía continental.
Después sí vinieron los títulos mundiales, pero cuando Brasil perdió el Mundial de 1950 estaba lejos de ser la potencia futbolística que logró ser más adelante. El mito comenzó a establecerse en el ’58, el año en que la Argentina vivió lo que se conoció como el desastre de Suecia. Aquel 16 ante Checoslovaquia, magnificado y vivido a la tremenda, modificó de manera brutal las estructuras del fútbol argentino, sometiéndolo a una decadencia internacional que duró casi dos décadas.
A Brasil le sucede hoy algo parecido. Viene de vivir su propio desastre, el 17 con que Alemania fundó las bases del Mineirazo, sobre el que se discutirá acerbamente durante los próximos 20 o 30 años, y a propósito de eso, y sin tener conciencia de la lección que la Argentina (su “papá”) digirió amargamente cuando recién mucho después de Suecia recuperó la conciencia, repite el error. Esta vez no hubo Maracanazo, pero sí macanazo.
Los dirigentes de la CBF, gerontes y cuestionados, reaccionaron ante la hecatombe con desesperación, con la misma tendencia suicida con la que los defensores de su selección iban a sacarla del arco cada vez que Alemania los sacudía con un nuevo cachetazo. Entonces, en lugar de enfriar el partido, especialmente en esos siete minutos fatales en los que se comieron cuatro goles, David Luiz o Marcelo entraban como poseídos al arco para sacar la pelota y llevarla al medio del campo, movidos por el afán de descontar cuanto antes. A cambio, lo que recibían era otro gol, otra estocada, otra humillación. Mascherano no es Dios –aunque muchos lo creyeron–, pero eso no le habría pasado. Como Obdulio Varela en el ’50, se habría puesto la pelota bajo el brazo y habría ido caminando lentamente hacia el centro del campo, aparentando tranquilidad aunque la rabia lo consumiera por dentro. Atenuando el fragor del terrible momento.
Eso debieron hacer los dirigentes brasileños, pero se comieron (Maradona dixit) el chamuyo de Alemania y decidieron apagar el incendio con fuego. Despedido Scolari, repusieron en su cargo a Carlos Caetano Bledorn Verri “Dunga” al que habían echado tras la eliminación de cuartos de final en Sudáfrica 2010. Y el primer mensaje público del nuevo entrenador fue de antología. Brasil está realmente en problemas y, por lo tanto, el fútbol también lo está.
Inflamadas de belicosidad, moralmente fatuas, las consignas de Dunga (“Una escena de llanto como la del partido contra Chile es negativa en un medio como el fútbol. Somos machistas, tenemos aquella idea de que los hombres no lloran”, “si vamos a la guerra no podemos ponernos a llorar por las pérdidas, tenemos que darle fuerza al soldado que entró en su lugar”, “no podemos meter en la cabeza de un niño de 14 años que es un genio, que va a ganar todo sin marcar ni correr”) permiten avizorar que Brasil no aprendió la lección. Que lejos de recuperar sus banderas históricas y darles lustre insistirá con recetas a contramano de lo que mejor supieron siempre hacer. Que todo el juego que le faltó le seguirá escaseando y que, así, los triunfos serán más producto de la casualidad que de la raza, como gustan decir allí. El cierre es de manual: “Crearemos una estructura para que Neymar pueda marcar la diferencia”. Prácticamente lo mismo que siempre declamó Sabella respecto de Messi para terminar armando un equipo que a él le resultó muy cómodo, pero que al astro lo dejó solo y, peor, desprestigiado.
Es el momento de aprender de las lecciones ajenas. De demostrar ese grado de paternidad. No hay que apurarse a sacar del medio. Tres amistosos millonarios no deben comprometer el futuro del seleccionado argentino. Si ése es el apuro, entonces que dirija Bilardo, si de todas maneras estos jugadores son los que hacen los cambios durante los partidos, como quedó establecido y fue evidente en el Mundial.
Sabella renunció, no es novedad. Antes que nombrar a su reemplazante, hay que recuperar una idea. Lo que Brasil no hizo, cometiendo un insensato acto de sacrificio en vano.
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