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El partido entre el Fútbol y la Muerte

Por Alfredo Leuco

Me gustaría empezar provocando intelectualmente y decir que yo festejé el Mundial ‘78 en las calles en el medio del océano humano de mis compatriotas, y que no me arrepiento de eso. Me gustaría aclarar que yo sí sabía que el terrorismo de Estado de Videla y sus cómplices estaba ejecutando un genocidio, pero que la inmensa mayoría de quienes cantaban al lado mío vestidos con la celeste y blanca no tenían la menor idea de que a pesar de la felicidad que nos producían los goles de Kempes y de Luque se estaba edificando la más grande tragedia nacional.
Me gustaría aportar otra visión de la realidad de aquellos tiempos para que la verdad histórica sea lo más completa posible; con todo respeto hacia alguien que admiro profundamente, creo que los relatos maravillosos y conmovedores del estilo Eduardo Galeano representan una parte de la verdad, pero no toda la verdad. Es absolutamente cierto que la dictadura intentó utilizar y utilizó el Mundial de Fútbol para mostrar una imagen de una Argentina festejante en donde nada malo ocurría. Hoy todavía veo las fotos de Videla celebrando y veo claramente sus garras sangrientas, su gesto nazi, su actitud de rapiña y de Gestapo.
Pero también es cierto que ni los jugadores ni Menotti ni la gran mayoría del pueblo argentino fueron cómplices de la barbarie y de la manipulación. Los que no sabían lo que pasaba a pocas cuadras en la Escuela de Mecánica de la Armada sólo veían un sueño de campeón mundial que se cumplía y una dictadura más como tantas dictaduras que los argentinos habíamos padecido. Yo que sí sabía y tenía compañeros desaparecidos tomé esa alegría callejera y popular como uno de los pocos rayos de luz en el medio de semejante oscuridad. Estar todos juntos gritando de a miles era como una forma de recuperar el espacio público después de tanto tiempo de dejarlo en manos de los Falcon sin chapas y de los camiones militares. En Córdoba, con unos compañeros, intentamos algunas actitudes tan modestamente heroicas como irracionales. Por ejemplo cantar en medio de la gente: “Arriba Argentina, abajo la dictadura”. Era raro. Alucinante. Por las noches las calles quedaban vacías y sin embargo algunos superaron la parálisis del terror y pintaron con aerosol zigzagueante las paredes: “Viva la selección de Menotti, muera la dictadura de Videla”. Conozco a ex detenidos desaparecidos que aún en su catacumba festejaban los goles. Era más fuerte que ellos. Recuerdo que me peleé con un compañero de una organización de derechos humanos que quería que ganara Holanda. Para que se caiga más rápido la dictadura, decía. Y yo le decía todo lo contrario, que no había que confundir al pueblo con el gobierno y que si el fútbol demostraba que los argentinos podíamos nos iba a ayudar a poder recuperar la democracia. Yo quería que Argentina saliera campeón del mundo y que se cayera la dictadura. La maduración de los pueblos, su nivel de conciencia histórica y su organización social y política son los encargados de desterrar las dictaduras. No es una tarea del fútbol.
Eran tiempos de tanto horror que cualquier vestigio de diversidad servía para aferrarnos a él. El discurso y la historia de Menotti estaban asociados a la izquierda y a la Jotapé. Sus reivindicaciones de la cultura popular con nombres y apellidos prohibidos, su permanente intento de recuperar nuestra identidad futbolística, su respeto por el laburante del fútbol y por el laburante de hincha mostraban que algo latía debajo del cuerpo mutilado de la Argentina.
El colega Gustavo Veiga rescató palabras de Claudio Morresi, quien tiene autoridad para opinar porque estaba de los dos lados de la historia. Porque tenía y tiene un hermano desaparecido que militaba en la UES y porque fue jugador de fútbol. Y Morresi lo dice con claridad: “No quiero limpiar a la gente del deporte. Pero quizá se le esté pidiendo mucho a un grupo de jugadores y porque fui jugador lo sé. En lo único que piensa ese deportista es en jugar a la pelota y tener un estadio lleno de gente. Y después en ser partícipe de todas las ganancias que genera el fútbol. Pero quizá le estemos pidiendo a los jugadores que tomen actitudes que otros sectores de la sociedad mucho más esclarecidos, con mucho más poder, no tuvieron los huevos de tomar”.
Creo que de eso se habla poco. Creo que la dictadura manchó de sangre la historia de este país. Pero la pelota –como diría el filósofo de Fiorito– no se mancha. Y el hincha tampoco. Es muy antigua, errónea y paternalista esa visión de que el fútbol narcotiza a las masas y las entretiene mientras los explotadores hacen su trabajo. El fútbol no es el opio de los pueblos ni para los que lo juegan ni para los que lo miran. Diría que todo lo contrario. El fútbol es movilizador de la creatividad colectiva, cosecha multitudes que unifican intereses y objetivos, democratiza las relaciones de clase y mezcla en abrazos y compinchismos a gente de todas las razas y confesiones. Es la expresión de lo que somos y de lo mejor que tenemos. Para bien y para mal. Ojalá en otras actividades más decisivas para la vida nacional, como la política, pudiésemos descubrir estas virtudes.
De hecho las dos primeras grandes protestas masivas y al aire libre contra la dictadura fueron generadas por hinchas en estadios de fútbol. “Lacoste lo amenazó / al juez pa’ que diga no / en la Argentina no hay justicia / ¡Ay Ciclón... Ciclón! / ‘desafiliemonos’”, fue el grito de batalla de San Lorenzo frente al contraalmirante Carlos Lacoste que era el símbolo de la dictadura en el fútbol. Y no olvido aquella Marcha Peronista cantada desafiante por los hinchas de Chicago desde la tribuna que terminó con un centenar de ellos presos en la comisaría.
Hace 25 años se construía una de las más crueles paradojas argentinas. La felicidad de salir campeones del mundo por primera vez estallaba simultáneamente con el desgarro doloroso de miles de argentinos que morían por goleada. Juntas la pasión y el horror de multitudes. El fútbol y la muerte jugando el mismo partido en una cancha llamada Argentina.

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