Lunes, 8 de mayo de 2006 | Hoy
DIALOGOS › EL JURISTA HOLANDES THEO VAN BOVEN
Como director de derechos humanos de la ONU, Theo van Boven llevó a nivel internacional las denuncias contra la dictadura argentina entre 1977 y 1982. En 1985 testificó en el Juicio a las Juntas y reconstruyó el plan de los represores. En esta entrevista explica cómo vivió aquel proceso y cómo buscaron desacreditarlo.
“No se puede ser neutral ante las violaciones a los derechos humanos”, sostiene el jurista holandés Theo van Boven para explicar por qué, cuando fue director de derechos humanos de la ONU, se involucró casi en soledad para llevar a nivel internacional las denuncias contra la dictadura argentina. Entre 1977 y 1982 enfrentó desde las Naciones Unidas al gobierno de facto, que sistemáticamente se negó a responder y conspiró para desacreditarlo. En 1980, Van Boven consiguió que se crease un grupo de trabajo en la ONU, que se dedicó específicamente a investigar la desaparición forzada de personas. En 1985 testificó en el Juicio a las Juntas Militares y reconstruyó ante los magistrados el plan sistemático de los represores. En diálogo con Página/12, relata cómo fue su trabajo contra el encubrimiento de los diplomáticos argentinos, que finalmente lograron desplazarlo del cargo en 1982. Entre el 2001 y el 2004 fue nombrado relator sobre la tortura de la ONU y demostró la misma determinación para combatir las violaciones a los derechos humanos. En su visita, Van Boven participó de un diálogo abierto en la APDH, que lo invitó a venir al país, y se reunió con los integrantes de la Comisión Provincial para la Memoria.
–¿Cuál fue su primer contacto con la situación en la Argentina?
–Apenas asumí. Una de las primeras personas que vino a verme fue Rodolfo Mattarollo, que estaba viviendo en París en ese momento. Me contó que las personas desaparecían sin dejar rastro. En ese momento, el embajador de la Argentina en Ginebra, Gabriel Martínez, me dijo que lo consideraba un terrorista, pero la información se fue consolidando con cada denuncia. También se acercó un abogado muy conocido, Emilio Mignone, cuya hija había desaparecido. El me explicó que no eran incidentes aislados sino una política sistemática para eliminar a los oponentes políticos. Luego, también me entrevisté con las Madres de Plaza de Mayo. Les creí desde el principio, porque estaba al tanto de este tipo de prácticas en Chile, tras el golpe de Estado de 1973. Pero tardamos un tiempo en descubrir que los números en la Argentina eran mayores y las prácticas eran aún peores.
–¿Cómo recuerda estas primeras reuniones?
–Vinieron a mi oficina y me dieron no sólo los nombres sino fotos de sus hijos. Había muchos casos de extranjeros desaparecidos: franceses, suecos, alemanes, italianos. Por eso me llegaban denuncias no sólo de las fuentes argentinas sino del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para Refugiados (Acnur). Recuerdo muy claramente cuando me llegó la información del asesinato del general chileno, Carlos Prat. Lo que más me sorprendió fue la permanente negación de estos hechos por parte de los diplomáticos argentinos. “Estas son sólo personas que se están escondiendo, se cambian los nombres, forman parte de los terroristas o que se están ajusticiando entre ellos”, argüían. Al principio, le hablé a Martínez. Traté de encararlo no en una forma burocrática sino personalmente. El rechazó este acercamiento y me planteó que estaba actuando fuera de los límites de mi competencia. En los reclamos formales, insistió que todo ocurría por culpa de los montoneros. Decía que la información provenía de los terroristas.
–¿Tuvo otros contactos con el gobierno argentino?
–Sí, y no todos eran de la línea dura. Algunos entendían mi preocupación, pero intentaban convencerme de una forma más sutil de que debía dejar de tomar el tema en forma tan persistente y de que no debía involucrarme tanto. También se me acercó un ex ministro de Relaciones Exteriores, Mario Amadeo, que estaba en la subcomisión de derechos humanos de la ONU. Al principio defendía las políticas de la Junta, pero luego creo que entendió que no podía continuar haciendo esto sin herir su propia conciencia y credibilidad. Me dijo que no podía seguir representando a su país.
–¿Por qué se involucró en las denuncias contra la dictadura?
–Me lo he preguntado varias veces. Hay violaciones a los derechos humanos en muchas partes del mundo, también en Africa y en Europa del Este. Quizá fue porque la Argentina provenía de una cultura cristiana. Pero lo que hizo que cobrase mucha vida este tema es que las familias me venían a ver. Los tenía en mi oficina todos los días. Me mostraban fotos y me contaban sus historias. Y sentí que eran extremadamente sinceros, por lo que se generó un vínculo. Es cierto que uno, como funcionario de la ONU, debe permanecer imparcial, pero no se puede ser neutral ante las violaciones de los derechos humanos. Yo no fui neutral.
–¿Cuál era la actitud de los otros diplomáticos?
–El mundo diplomático es muy especial. Cada uno se ocupa de sus asuntos, algunos se comprometen con lo que hace, pero a muchos parecía darles lo mismo si estaban trabajando con derechos humanos o con papas. El problema principal fue que la relación entre los bloques del Este y el Oeste cubría completamente esta cuestión. El caso de Chile era más fácil de introducir que el de la Argentina, porque Pinochet instauró una dictadura claramente anticomunista. La Argentina, en cambio, tenía muy buena relación con la Unión Soviética y no había prohibido al Partido Comunista. Los soviéticos protegían los intereses argentinos y estaban claramente en contra de cualquier resolución de condena a la dictadura argentina, junto con otros países africanos y árabes. Así que tuvimos que buscar otro enfoque: trabajar con el hecho de las desapariciones y no con el país directamente.
–¿Tuvo ayuda por parte del gobierno estadounidense de James Carter?
–Ciertamente, y fue gracias a Carter que la CIDH pudo visitar la Argentina en 1979. A nosotros no nos permitieron acompañar la comitiva, pero pude hablar en Washington con la secretaria de Estado, Patricia Derian. Ella también estaba muy involucrada. Carter nos favoreció cuando buscamos formar un grupo de trabajo sobre las desapariciones.
–¿Cómo consiguió que se formara ese grupo?
–Fue extraño. ¿Cuál fue el país que más apoyó esto? Irak. Cuando el embajador Al Jabiri nos ayudó, se consiguió formar el grupo. Lo complejo es que desapareció él mismo en su propio país, quizá como represalia por las quejas de la dictadura argentina. Intervine para que lo sacaran de prisión y se salvó: ahora vive en Australia. Pero ésa es otra historia. Una vez que se creó el grupo de trabajo en 1980, conseguí que se realizaran encuentros con Amnistía Internacional y otras ONG que aportaron información; también sumamos audiencias con familiares, que fueron a Ginebra a testificar sobre los centros clandestinos de detención. La diplomacia argentina siempre buscaba que trabajáramos con generalidades, pero insistimos en introducir casos individuales y concretos. En el informe, reconstruimos la existencia de 35, aunque ahora se sabe que fueron cerca de 400. Ese reporte enfureció a la diplomacia argentina, que se concentró en criticarme a mí. Me encontraba a algunos diplomáticos argentinos que frecuentaban el corredor de mi oficina en horas extrañas...
–¿Cómo lograron que dejara el cargo?
–Martínez siempre escribía sobre mí en forma desafiante. Me acusaban de ser parcial. En esto influyó el cambio en Estados Unidos, cuando Carter perdió la reelección. Desde entonces, quedé desprotegido. Finalmente utilizaron un discurso de apertura de la comisión que hice en febrero de 1982. Hablé del derecho a la vida y di varios ejemplos de masacres, aunque no mencioné a la Argentina. Me presionaron a borrar algunos párrafos, a lo que me rehusé. Hubo muchas llamadas y negociaciones, y finalmente pude decir mi discurso, pero cinco días después me dijeron que no iban a renovar mi mandato. Esto fue acordado entre el responsable de Estados Unidos y el secretario general (Javier) Pérez de Cuellar, que venía de Perú. Luego, un periodista inglés descubrió que existía un plan de la Argentina para echarme desde hacía dos o tres años antes, y estaban buscando sistemáticamente el apoyo de otros países para que me removieran.
–¿Cómo vivió su declaración en el Juicio a las Juntas?
–Ver a los dictadores en el banquillo me dio mucha satisfacción. Fue algo único. Ningún otro país en Latinoamérica hizo esto. La derrota en la guerra de Malvinas creó las condiciones para procesarlos. Fue llamado a declarar y la pregunta era hasta qué punto eran responsables los jefes de la Junta, que buscaban lavarse las manos. Nosotros trajimos la información que habíamos recibido sobre violaciones a los derechos humanos y por la que habíamos preguntado al gobierno argentino. Explicamos lo que implicaba en la ONU la responsabilidad del Estado ante estos crímenes.
–¿Cómo ve la reapertura de los juicios, treinta años después?
–Es un gran paso adelante. Luego del juicio, vinieron las leyes de punto final y obediencia debida, que fueron un cachetazo en la cara de los familiares, de las Madres y para cualquiera que busca justicia. Es importante que hayan sido declaradas inconstitucionales y que se reabran los juicios. Aunque es tarde, creo que para preservar la justicia y el derecho a la verdad no podemos simplemente olvidarnos de lo que ocurrió. El grupo de trabajo sobre desaparición que creamos en 1982 todavía existe y aún tiene este capítulo abierto sobre la Argentina.
Reportaje: Werner Pertot.
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