DIALOGOS › LUIS MAIRA, DIRIGENTE SOCIALISTA Y EMBAJADOR DE CHILE EN ARGENTINA

“Pinochet fue un hachazo en la historia de Chile”

Era coordinador del bloque de diputados de la Unidad Popular durante el gobierno de Salvador Allende y debió exiliarse en México tras el golpe. Señala que aunque el juicio contra el dictador no pudo concluir con una sentencia, “ya hubo un juicio de la historia” y destaca el gesto de Michelle Bachelet de no conceder a Pinochet honras como jefe de Estado y respetar la ley al otorgarle honras como ex jefe militar.

 Por Mario Wainfeld

–¿Dónde estaba usted, qué hacía, el 11 de septiembre de 1973?

–Coordinaba, por decisión del presidente Allende, el bloque de diputados de la Unidad Popular. No era el jefe de bloque, sí su coordinador político. Nuestro partido tenía resuelto, ante cualquier crisis, constituirnos en fábricas del cordón industrial. Así lo hicimos, en Maipú. Ahí nos fuimos enterando del ataque a La Moneda y fuimos advirtiendo la imposibilidad material de una resistencia frente a un golpe de todas las fuerzas armadas. Tanto los dirigentes sociales, como los sindicales y los dirigentes políticos... cada uno se replegó a los espacios que tenía. Pocos días después, con motivo de las fiestas nacionales de Chile, el comandante Gustavo Leigh hizo una cadena nacional de televisión y presentó una lista de las 13 personas más buscadas, con una serie de recompensas... Yo estaba entre ellos. A partir de ese momento era casi imposible pensar en permanecer en Chile a resguardo. Con una gestión del cardenal Silva Henríquez y del embajador de México pude asilarme en la embajada. Permanecí allí ocho meses y pude partir hacia México, donde pude radicarme, ejercer actividad académica...

–Es una forma de decir que puede sonar mal pero tal vez le fue mejor que a muchos de sus compañeros...

–Tuvimos mucho seguimiento y resguardo. De la gente que estaba en esa lista muchos fueron asesinados y muchos apresados, pasando hasta nueve años de cárcel muy dura. En mi caso y en otros mucho se debió a la gestión del cardenal Silva Henríquez, que prefiguró su comportamiento en materia de derechos humanos. En México se nos dio una acogida ejemplar, se nos dio posibilidades de trabajar en áreas de nuestra actividad.

–¿Cuánto tiempo duró su exilio?

–Once años.

–¿Dónde estaba cuando se enteró de la muerte de Augusto Pinochet?

–En el aeropuerto de Santa Cruz de la Sierra, volviendo de la Cumbre de Cochabamba. Hicimos una escala porque el avión andaba mal, estábamos cansados, un poco malhumorados, habíamos pedido algo de comer. De pronto oímos otros pasajeros que hablaban en inglés comentando la noticia y ahí empecé a recibir llamadas. Me conmovió. A los dos minutos llamó mi mujer (la escritora Marcela Serrano) desde Santiago.

–¿Qué le pasó por la cabeza en ese momento?

–Fue un impacto grande, que recibí con enorme recogimiento. Perdí toda gana de comer. No era sorpresa, teníamos información previa, sabíamos que podía suceder tras el primer infarto. Pasó por mi cabeza un balance, no de su vida, sino de la mis compañeros, de mi generación, de mi país. Pinochet fue un hachazo en la historia de Chile que truncó una democracia liberal, relativamente bien establecida, que funcionaba. Se suprimió eso y se eliminó físicamente a una parte importante de lo mejor de mi generación, debe haber caído un treinta por ciento de la gente que tenía mejores proyecciones, que más podía haber hecho por Chile. La represión fue feroz y muy selectiva, apuntó a lo mejor de la izquierda chilena, en especial a los más jóvenes.

–¿Le puedo preguntar en qué persona, específicamente, pensó, a quiénes recordó cuando se enteró de la muerte de Pinochet?

–Sí, claro. En mi generación hubo varios de mis compañeros de curso o de personas de la universidad –yo fui dirigente y presidente de la federación de estudiantes de Chile–. En el movimiento universitario hubo muchas personas que murieron en distintos momentos de la represión. Un par de ellos que murieron en la “Caravana de la muerte” estaban para mí muy presentes cuando tuve la noticia.

–Si fuera posible cifrar todos sus sentimientos inmediatos en alguna palabra... ¿sintió alivio, dolor, alegría?

–Sentí dolor, sobre todo dolor. No por Pinochet, claro. Pinochet ya era una figura gastada, apoyada por una minoría cada vez más pequeña. Ya en 1999, cuando él vuelve de su detención en Londres, hasta la derecha que le fue más cercana (la UDI de Joaquín Lavín) comienza a distanciarse de él. Se vio muy bien en la campaña de 2005, ninguna figura de la derecha colocó su afiche, como era habitual antes. Hoy día, no era un factor activo. Su propia personalización del poder había jugado contra la posibilidad de tener descendientes políticos o militares. En 2003, al cumplirse 30 años del golpe, hubo muchos trabajos de investigación periodística. Se pasaron por televisión, con alto rating. Entonces tuvieron que mostrar a Allende, a quien muchos chilenos jóvenes jamás habían oído y eso fue una enorme elevación en la respetabilidad de la figura de Allende. Todo se acentuó por la denuncia de sus cuentas en el Banco Riggs, pasaportes falsos, todo eso repercutió en su propio público. Su deterioro final ya se había concretado porque la gente que, en una rara inversión de los valores, había considerado un costo razonable las violaciones de derechos humanos, los 3000 muertos, los 120.000 líderes políticos y sociales que se exiliaron por estar amenazados, los 140.000 torturados, el medio millón de personas que tuvieron que exiliarse por estar en listas negras y no poder trabajar, ya no consideró justificadas las irregularidades económicas, las cuentas en tantos bancos.

–Cuesta aceptar que Pinochet, en términos políticos, no era nadie cuando murió.

–Era muy poco, muy poco. Le quedaban partidarios incondicionales que podían meter bullicio. Pero cuando se mida y se lo compare con su nivel más alto, el del plebiscito de 1988, que pierde pero con el 43 por ciento, se entenderá cuánto había perdido.

–Hay una pregunta usual, entre argentinos al menos. También la formuló el escritor Ariel Dorfman en una contratapa de este diario: ¿cómo puede ser que dirigentes que tanto padecieron la dictadura sean tan transigentes, hayan convivido con el dictador, acepten que se le rinden honores después de muerto? Dorfman se lo pregunta sobre la propia presidente Michelle Bachelet, yo le traslado el interrogante respecto de usted mismo, de la Concertación.

–Hay que establecer un cuadro comparativo de la fortaleza de las dictaduras. La de Chile fue la más poderosa de las particulares dictaduras surgidas en Sudamérica durante la segunda mitad del siglo veinte en pleno desarrollo de la Guerra Fría. Primero porque tuvo un poderío militar no comparable. Después, porque tuvo una tecnocracia más competente que la de otros países, más apta para operar sobre la realidad. No tengo la menor afinidad con los Chicago Boys, pero debo reconocer que tenían una formación que no tuvieron Martínez de Hoz ni Delfim Neto en Brasil. La condición de presidente, y la de comandante en Jefe que Pinochet mantuvo durante 8 años durante el período democrático le dieron un poder férreo. A diez años del golpe, en 1983, hay intentos de resistencia civil, saca 18.000 hombres a la calle, una enorme demostración de fuerza, hay una represión que causa un número grande de muertos, se habla de noventa. También frustra la posibilidad de un camino militar, que nunca fue muy fuerte, del Frente Manuel Rodríguez. Sus asesores políticos, también hábiles, le permiten mantener relativamente dividida a la oposición. Hacia 1987, cuando se venía el año del plebiscito, ni la oposición más radical (incluyendo su componente militar) ni la oposición civil que trabajábamos la reconstrucción del tejido social teníamos fuerza ni capacidad para remover la dictadura. Entonces el sector más moderado proponía usar el instrumento del plebiscito, cambiando su naturaleza, haciendo del momento electoral el comienzo del cambio de la situación chilena.

–¿Y esa vía fue aceptada sin polémicas internas?

–Hubo discusiones, algunos aceptaron con reticencia, pero finalmente pudimos. Fuimos construyendo una alternativa, sabiendo que el único camino para demostrar una mayoría real era el camino ciudadano y nos dispusimos a hacer un frente con otros opositores y levantar la alternativa del “No”. Hasta el propio Partido Comunista, que se había opuesto al inicio, terminó por plegarse. Confluimos con otros sectores de la oposición, yo tuve el honor de ser uno de los cinco ciudadanos que integraron el comando del “No”. La ventaja del “No”, que no percibió Pinochet, era que no requería fundamento. Teníamos que movilizar, teníamos que hacer la inscripción en los registros electorales, que habían sido quemados en 1973. Había una “cifra mágica”, pasar los seis millones de inscriptos. El régimen, sabíamos, contaba por su acción social y su influencia militar y civil con un caudal de tres millones de votos, cuanto menos gente participara más pesaba. Inscribimos más de siete millones y medio. Fue un verdadero movimiento social, una epopeya cívica. Tuvimos cuatro millones de votos, un triunfo claro con un gran apoyo internacional en la fiscalización y el control. Había miles de observadores internacionales, que nos garantizaban que si había fraude se podía incendiar el país. Fue una enorme batalla política. Tuvimos que cumplir muchas tareas, tener una red de apoderados en todo el país, para cubrir las 23.000 mesas electorales. Teníamos que armar una red, un sistema de cómputos, de modo de ir transmitiendo los resultados a una central. Conseguimos apoyos europeos para hacer una red de fax (en ese tiempo casi no se conocía el fax). Uno de los recuerdos más tiernos que tengo de esa campaña fue cuando llegamos a un poblado campesino. Le explicamos qué era el fax a un poblador muy humilde, muy comprometido, de gran coraje, que estaba ahí, expuesto en una zona campesina con mucha represión. Cuando le contamos qué era el fax, que podía poner un papel y que eso se leería en Santiago y en cuatro ciudades más nos miraba como si nos hubiéramos vuelto locos. Tuvimos que hacerle una demostración, llevando el fax a la casa de una vecina, poniendo el papel y luego recibiendo la transmisión. Una demostración empírica (ríe). Cuando recibió la hoja de la vecina y la leyó me abrazó y dijo: “Venga un abrazo”. Supo que ganaríamos.

–¿Ustedes confiaban en que iban a ganar el plebiscito?

–Sabíamos que éramos mayoría pero no sabíamos si teníamos la capacidad de armar la elección. No teníamos acceso a los medios, sólo los últimos días, en horarios no centrales. Nos apoyaron los intelectuales, los artistas, una franja cultural amplísima. Hubo un enorme coraje político del pueblo chileno, se movilizó, se inscribió. Los actos finales (el del Santiago fue el principal pero hubo en todas las grandes ciudades del país) fueron los más masivos de la historia de Chile, más que el cierre de campaña de Allende. Vencimos a Pinochet por un camino atípico que nos impuso un costo, eso hay que entenderlo, que fue respetar una constitución que no era democrática, y que hubo que ir cambiando de a poco. Empezamos levantando la prohibición ideológica en 1989. Hicimos una transición de marcha lenta, en cámara lenta, pero segura. Y consiguió resultados. Puede parecer poco, si uno tiene una perspectiva maximalista, pero lo que hicieron los chilenos fue una enorme, bellísima batalla social.

–¿No le parece que la falta de condena al dictador es una carencia que pesará en el futuro?

–Mi percepción pasa más por lo histórico que por lo jurídico. Desde 1973 supimos que teníamos por delante una batalla, por la interpretación histórica del golpe de Estado. Iban a competir dos poderosos conductores políticos. Salvador Allende, con su vía al socialismo. Y Pinochet, que no administró como otros dictadores sino que hizo una refundación conservadora de gran envergadura. La represión fue feroz. Se ejercitó adentro y, por primera vez, una de estas dictaduras ejerció el terrorismo de Estado en otros países. En el corazón mismo de Washington (el primer hecho terrorista en Estados Unidos durante más de un siglo), en Buenos Aires, en Roma. La dictadura tejió un largo proceso de desinformación, durante tantos años... Hubo que revelar los crímenes del terrorismo de Estado, su vinculación con Estados Unidos en la Guerra Fría. Esa batalla la ganamos definitivamente en 2003, cuando los jóvenes que no habían conocido a Allende pudieron verlo con sus ojos y saber quién era y quién era Pinochet.

–¿Qué representa hoy, según usted, Salvador Allende?

–Allende ha sido recuperado como una figura y su concepto también. El Partido Socialista que no colocaba, por razones de conveniencia electoral, la figura en sus campañas, lo hace cada vez más. Fui un colaborador cercano de Salvador Allende, creí en su proyecto de la vía chilena al socialismo. Pero, mirando las cosas hoy día, con una distancia de 33 años, uno ve que ese proyecto tiene una enorme validez y legitimidad al inicio del siglo XXI. La idea de llegar a una sociedad más justa, en los términos en que Allende decía, en democracia, pluralismo y libertad, era una idea muy poderosa. Y la idea de que las personas que creemos en la necesidad del cambio social, aun asumiendo los datos de la realidad, que no son favorables a este proceso, especialmente desde el término de la Guerra Fría, tenemos como un deber ético de no claudicar en la búsqueda de los objetivos más específicos que acompañan un cambio de sociedad y de sistema al que aspiramos largamente en los años ’60 y ’70. O sea, sociedades con un grado mayor de equidad, con grados mayores de igualdad, con un trabajo digno y con derecho a la organización para los productores sociales, es un tipo de aspiración a la que no hemos renunciado.

–¿No es una interpretación muy moderada del legado de Allende?

–Allende inspira distintas reflexiones y distintas posturas. Me doy cuenta de que hay gente que, desde una posición más radical, puede invocar válidamente el pensamiento de Allende pero también nos nutre y nos ayuda a los que somos parte de la actual coalición de gobierno, a los que somos parte del Partido Socialista, que fue su partido, y a los que seguimos creyendo en la necesidad, aun con las restricciones que tienen las políticas públicas, de incorporar el aire, el espíritu de lo que Allende representó en la sociedad chilena.

–Volvamos, por favor, a las implicancias posibles de la falta de condena judicial a Pinochet.

–Creo que ése es un tema que debe doler sobre todo para las víctimas directas, a los familiares de los desaparecidos, a las personas que fueron torturadas. Pero, desde el punto de vista de quienes miramos las cosas en función de la historia del país y las grandes tendencias, el juicio se hizo. Es fundamental la sentencia de desafuero de la Corte Suprema. Lo votaron 14 de sus 21 ministros. Lo privan de su cargo de senador y lo colocan a disposición de la Justicia. Es un texto extenso, fundado, de un enorme valor jurídico, que establece de un modo muy lapidario, definitivo, las irregularidades y consolida desde el punto de vista judicial la existencia del terrorismo de Estado, que estaba en discusión hasta ese momento. Además las resoluciones que se dictaron en los numerosos casos –-más de 140 procesos– determinan que la criminalidad del terrorismo de Estado está probada, aunque no haya habido una sentencia definitiva que era a lo que aspiraban, con razón, las organizaciones de derechos humanos. Hubo un pronunciamiento suficientemente concordante y categórico de diversos jueces en base al cual el propio juez Alejandro Solís, que lleva los asuntos principales que están pendientes hoy día, diría que había de parte del Poder Judicial una clara resolución indicativa de la culpabilidad. Aunque no llegó a formalizarse en una sentencia definitiva.

–La presidenta Michelle Bachelet padeció en carne propia, como pocos mandatarios de la región, la represión. ¿Cómo vincula ese pasado imborrable con sus decisiones de estos últimos días, incluidas las honras fúnebres al tirano?

–No he hablado con ella, pero no lo necesito para saber qué piensa. La presidenta es una persona que tiene una notoria combinación, a mi juicio, de memoria personal de agravios, que incluyen la muerte de su padre en la cárcel, de un ataque al corazón en el que no consiguió ninguna asistencia médica durante nueve horas, hasta que se murió, y las propias situaciones que ella vivió en uno de los recintos peores de detención de la DINA y de tortura. Fue en el campo de concentración de Villa Grimaldi, donde ella ha ido a establecer hace poco una especie de santuario, un lugar de memoria de los desaparecidos y presos políticos. Ella tenía sobradas razones que fundaban bien su juicio de que no estaba moralmente en condiciones de presentar honores ni de hacerle un funeral de Estado al general Pinochet. Y eso lo dijo desde la campaña, no es ninguna sorpresa. Segundo, no era su obligación legal. Los honores como comandante en Jefe sí correspondían legalmente y fue correcta la actitud de la ministra de Defensa, que tuvo conducta, prestancia y dignidad más allá de las críticas que hubo, desde los dos lados. La presidenta actuó sin rencor, sin espíritu de revancha. Uno puede, siempre lo hago, respetar la radicalidad y la rebeldía de las víctimas del terrorismo de Estado, pero es una cosa de mucha grandeza poder colocarse por encima de eso. Lo que a ella la convirtió en una figura nacional, de gran liderazgo, fue el trato que tuvo con las Fuerzas Armadas como ministra de Defensa. La presidenta siempre dijo “justicia y verdad, pero yo personalmente no me voy a poner en un lugar de rencor y de pasión”. Chile se lo agradeció mucho.

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