Sábado, 18 de julio de 2015 | Hoy
ECONOMíA › PANORAMA ECONOMICO
Por David Cufré
Las imágenes cotidianas de la pesadilla griega disparan los recuerdos de la Argentina de 2001. La sensación de déjà vu es inevitable. Las protestas, la represión, la exigencia de aprobar leyes “para salvar a la economía” por parte de auditores externos y acreedores, que se expresan en rebajas de salarios y jubilaciones, privatizaciones y flexibilización laboral. A esta altura, de tan repetidas esas escenas ya son un lugar común de la impronta neoliberal. Pero es lo que marcan los hechos. La reacción social también es conocida. Las crónicas desde Atenas cuentan que domina la sensación de asfixia, de ausencia de futuro, la impresión de estar cayendo sin saber hasta dónde. En 2010, cuando se aprobó el primer plan de “rescate” entre la troika y el gobierno griego, la promesa fue que en 2011 empezaría la recuperación. Pero ese año el PBI cayó 8,9 por ciento; el siguiente, 6,6; y en 2013, 3,9. Desde 2008 a 2014, la economía helena se derrumbó 30 puntos. Anteayer, el primer ministro Alexis Tsipras estimó que el nuevo programa, el tercer salvataje, permitiría volver al crecimiento en 2020.
La distancia entre las promesas y la realidad en Grecia, tras haber apelado al vademécum neoliberal, es comparable a lo que ocurre en el país, en sentido inverso, entre el relato de los medios concentrados y los acontecimientos palpables. El último miércoles se aprobó por unanimidad la ley que establece dos aumentos automáticos por año de la Asignación Universal por Hijo y Embarazo y otras asignaciones familiares de trabajadores formales. Quedó consagrada así una política de Estado de protección social, inimaginable en 2001. La AUH fue cuestionada por sectores políticos desde su creación, lo mismo que la fórmula de cálculo para determinar los aumentos cuando se postuló primero para actualizar las jubilaciones. Aquellas voces que advertían por el fomento de la vagancia y el intento de estafa al sector previsional terminaron por aceptar la validez de las medidas. Sin embargo, no lo hicieron acompañando su voto con una autocrítica, una reflexión superadora.
El tono de alarma, la sensación de zozobra por el futuro sigue primando en el discurso de esos sectores y en el de economistas abonados a radios y canales de televisión. Aseguran que el Gobierno lo máximo que puede lograr es atrasar el reloj de una bomba de tiempo que inevitablemente explotará en 2016, salvo que la próxima administración actúe con “racionalidad” para “salvar a la economía”. Eso sería equivalente a acordar con los fondos buitre, a costa de una emisión de deuda de no menos de 15 mil millones de dólares –si es que Singer y compañía aceptan una quita respecto del fallo que les concedió Griesa, que eleva la cifra a más de 20 mil millones–; un aumento de tarifas de servicios públicos como la electricidad, el gas, el agua y el transporte; la apertura del “cepo” cambiario para permitir la compra de dólares de manera ilimitada, desatando seguramente una devaluación; el reconocimiento de la existencia de un atraso cambiario no menor al 30 por ciento, que quedaría resuelto con el punto anterior; la apertura del “cepo a los dividendos”, como los definió el economista radical Eduardo Levy Yeyati, en referencia a las regalías que empresas multinacionales pretenden girar al exterior; la rebaja o eliminación de retenciones agropecuarias; el desmantelamiento de las medidas de regulación del comercio exterior y una menor intervención del Estado en la economía. Esa política amigable con los mercados financieros sería recompensada con el ingreso de divisas por la regeneración del clima de negocios, un aumento de la inversión y una baja considerable de las tasas de interés para la colocación de miles de millones de dólares de deuda estatal.
La transferencia de ingresos que implican esas medidas es monumental. Ganarían los buitres, los bancos que intermedian en la colocación de títulos públicos, el sector financiero en general por la menor regulación, los inversores especulativos internacionales que vendrían a buscar ganancias rápidas si se levantan los controles al ingreso y salida de capitales, los grandes exportadores, agropecuarios e industriales, los importadores, las compañías privatizadas, las multinacionales y los sectores concentrados de la economía. Del otro lado quedarían la mayor parte del entramado industrial, los trabajadores, los usuarios de servicios públicos y todos aquellos que dependen de ingresos fijos. Es decir, para salvar a la economía hay que castigar primero al 80 por ciento de la población, confiando en que los enriquecidos derramarán después para sacarlos del pozo. Lo mismo que en Grecia.
La teoría del derrame es conocida en Argentina. El desenlace de esas políticas desplegadas en los ’90 son las imágenes de 2001, que hoy se ven desde lejos por televisión. La lógica de dar señales a los mercados para que traigan capitales no hace más que asfaltar el camino a nuevas concesiones y a la pérdida de soberanía de la política económica, como se aprecia también en aquel país.
La experiencia opuesta, la que atravesó la Argentina desde 2003, termina el mandato de Cristina Fernández de Kirchner con los niveles de conflictividad laboral en baja. A pesar de ser un año electoral, cuando lo esperable es que se tensen las relaciones, la cantidad de jornadas no trabajadas en el primer semestre descendió a menos de la mitad respecto del mismo período de 2014. Fueron 3 millones entre enero y junio –se cuenta cada trabajador por cada día no trabajado–, contra 6,9 millones de un año atrás. Se trata del nivel más bajo desde 2011. Lo mismo ocurre con la cantidad de conflictos, con 587 en el primer semestre, frente a los 676 de igual lapso de 2014, los 621 de 2013 y los 588 de 2012.
Los especialistas Héctor Palomino y Federico Schuster explicaron la dinámica del conflicto social en el país en un documento esclarecedor que relata el paso “De la protesta social al conflicto sindical” entre 1989 y 2007. De allí surge que a lo largo de la década del ’90 los conflictos que más crecieron fueron los protagonizados por los expulsados del modelo económico, como los desocupados, los piqueteros, los trabajadores de empresas recuperadas y hasta de las asambleas barriales, relegando la influencia –aunque siempre fue preponderante– de la organización sindical. Entre 1989 y 1995, los paros/huelgas representaban el 36 por ciento del total de conflictos; entre 1996 y 1999, solo el 10 por ciento; y entre 2000 y 2003, el 11 por ciento. A la inversa, los cortes de ruta y de calles eran apenas el 4 por ciento entre 1989 y 1995, saltando al 11 por ciento entre 1996 y 1999, y al 23 por ciento entre 2000 y 2003. En esos últimos cuatro años, las marchas, movilizaciones, cortes de calles y cortes de rutas eran predominantes en el escenario social. “Había un maximalismo de la protesta que contrastaba con el minimalismo del reclamo, que consistía básicamente en el acceso al trabajo y a la comida”, puntualizó Palomino.
De 2003 en adelante lo que ocurrió fue el resurgimiento del conflicto gremial, asociado cada vez más a la recomposición de salarios. “Se fue produciendo una institucionalización del conflicto, que tiene como características estar bajo el paraguas de una regulación, ser más cortos y más ordenados”, agregó el analista. En la década del ’90 se homologaban en promedio unas 200 convenciones colectivas anuales, contra las 1900 de la actualidad. “De todos modos no hay que entender al conflicto laboral como algo necesariamente malo, porque es la expresión de la búsqueda de conquistas sociales, sobre todo cuando lo que prima es el pedido de aumento de ingresos”, aclaró Palomino. En lo que va del año, los mayores conflictos estuvieron encabezados por los trabajadores bancarios, aceiteros y del transporte, en todos los casos los de ingresos más altos dentro de los asalariados formales, exigiendo una menor incidencia del Impuesto a las Ganancias. La distancia entre esta realidad y los que postulan que hay que salvar a la economía es la misma que existe hoy entre las imágenes que ofrece la Argentina y las que entrega Grecia.
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