ECONOMíA › OPINION

La conciencia popular

 Por Eduardo Aliverti

Cuando uno habla del Día del Trabajador –y no del Trabajo, como lo impone la pereza intelectual o el interés ideológico– remite no sólo a los mártires de Chicago que exigían la jornada de ocho horas sino también (y precisamente) a la conciencia de clase de los explotados.
Aun cuando, a los efectos de cierta simplificación analítica, se conviniera apartar los dos últimos conceptos, “clase” y “explotados”, queda de todos modos enhiesta la necesidad de aprovechar esta fecha para echarle un buen vistazo a los grados de conciencia popular. Y aceptemos que es desde esa ensalada constitutiva de “lo popular” desde donde partió el respaldo generalizado hacia las políticas neoliberales.
Los dos grandes temas de los días que corren se relacionan, justamente, con problemas que no existirían si la conciencia y la decisión populares hubieran sido lo que no fueron. En el caso de la crisis energética por fin reconocida como tal por el Gobierno, se tomó la buena medida, en principio, de crear una empresa estatal. Habrá de vérsela andando pero por lo menos significa que, después de demasiado tiempo, lo público se mete con las barbaridades de lo privado. Sin embargo, debe tenerse muy presente la llegada tarde de este proyecto como producto del vacío informativo y de la depredación sufridos por el Estado en la década de la rata. A ningún conjunto “popular” le interesó la orgía de corrupción y negocios salvajes que en los ‘90 regaló las formidables riquezas naturales de este país. Ahora resulta que además de haber hambre en el reino de las vacas vamos a padecer la insuficiencia de gas y de luz en una de las comarcas petrolíferas de este mundo. ¿Dónde estaba la conciencia popular cuando el enano prófugo animaba la fiesta? Vaya pues: estaba metiendo en las urnas el voto de la cuota de los electrodomésticos, esperando la sirena grondoniana del vaso desbordado de los ricos que alcanzaría a los pobres, comprando fantasías primermundistas, subyugándose por las exhibiciones de una farándula política que “roba pero hace”, decían, y aceptando lo que creían la estabilidad de una vida de mierda pero estabilidad al fin, decían.
En medio de esos delirios naturalmente no había ni tiempo ni ganas para pegarle una mirada al ejército de millones de expulsados sociales que se conformaba día a día, y que en parte se controlaba con alguna sobra del festín y en parte con las tropas del gatillo fácil, la pena de muerte de hecho, las mafias policiales, el clientelismo de los aparatos peronistas. Parte, esta última, que hoy terminó casi autonomizándose y que en combinación con un pedazo de la otra derivó en este terror por la inseguridad, capaz de haber parido al señor Blumberg y a su cruzada, para que una muy gruesa porción de la conciencia “popular” vuelva a creer que el delito, en un país subdesarrollado y a estos niveles de desquicio institucional, se arregla a los tiros y con el endurecimiento del Código Penal.
De modo que si de conciencia se trata, y ya que andamos por comienzos de mayo, vale darse una vuelta por unas líneas del siglo XIX: “Si un individuo produce a otro un daño físico tal que el golpe le causa la muerte, llamamos a eso homicidio; y si el autor supiera de antemano que el daño va a ser mortal, llamaremos a su acción asesinato premeditado. Pero si la sociedad reduce a centenares de proletarios a un estado tal que, necesariamente, caen víctimas de una muerte prematura y antinatural, de una muerte tan violenta como la muerte por medio de la espada y de la maza; si impide a millares de individuos las condiciones necesarias para la vida; si los coloca en un estado en que no pueden vivir; si los constriñe, con el brazo fuerte de la ley, a permanecer en tal estado hasta la muerte, muerte que debe ser la consecuencia de ese estado; si esa sociedad sabe, y lo sabe muy bien, que esos millares de individuos deben caer víctimas de tales condiciones y, sin embargo, deja que perdure tal estado de cosas, ello constituye, justamente, un asesinato premeditado, como la acción del individuo. Solamente que un asesinato más oculto, más pérfido, un asesinato contra el cual nadie puede defenderse, que no lo parece, porque no se ve al autor, porque es la obra de todos y de ninguno, porque la muerte de la víctima parece natural y porque no es tanto un pecado de acción como de omisión. Pero ello no deja de ser un asesinato premeditado”. (Federico Engels. La Situación de la clase obrera en Inglaterra, 1845.)

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