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De puño y letra

Hay en el acto de escribir a mano sobre el papel un placer físico y casi olvidado, empujado a los márgenes por la profusión de computadoras, la necesidad de terminar rápido o de corregir sin que se note en el producto final. Sin embargo, volver a las fuentes puede alumbrar, además de otra letra, otros escritos.

 Por Claudio Zeiger

La alarma llegó cuando una vez quiso escribir de puño y letra después de tanto tiempo de usar la computadora y descubrió, con el típico horror de la pesadilla en la que los dientes se trituran o se salen de su lugar, que la letra que empezaba a emerger sobre el papel era un horrendo puñado de bichos diminutos como garrapatas, incomprensibles, decididamente feos. Nunca había tenido buena letra (de chico había sido más de una vez sometido a la dura disciplina de la caligrafía), pero tampoco había llegado a ese extremo. Varias veces había notado que le costaba escribir; la mano empezaba a dolerle por movimientos forzados, los dedos se crispaban y las muñecas se inflamaban. Debía parar y sacudir la mano hasta desentumecerla. ¡Claro! tanto más fácil es hacer un clic (o dos) por más que hablen del síndrome de la PC. Y, sin embargo, en esos casos en los que esporádicamente escribía, todavía la letra era comprensible, salía más o menos como la mala letra de siempre. Ahora había escrito de corrido y el resultado era nefasto: no se entendía la propia letra. Miraba y miraba, y casi podría decirse que se mareaba. No entendía nada. ¿Decía “quiere” o “miente” o “siente”? ¿O decía cualquier otra cosa que le había dictado algún diablito ebrio? ¿Qué límite se ha tocado cuando uno deja de entenderse a sí mismo? Entonces decidió volver a la tinta y el papel.
Fue un regreso lento, con el ritmo de las convalecencias, empezar a escribir a mano sin abandonar del todo la computadora. Y también exactamente como una regresión, una vuelta a la infancia y a la caligrafía. En el fondo era recuperar un placer perdido: volvía a sentirlo en la boca, el placer de mordisquear la lapicera o la birome, tratando de no tragarse el taponcito de atrás (ése de discutible utilidad, salvo perderse).
No compró un secante por las dudas de que no existieran más, aunque desde luego deben existir si aún existe la tinta.
Los primeros pasos entusiastas fueron palabritas sueltas, una anarquía de la tinta y el papel. Luego trató de darse un orden. Determinados escritos pasaron al nuevo registro de puño y letra. Una lapicera con tanque de tinta, papel de cuaderno blanco y rayado (no cuadriculado) o de alguna tonalidad otoñal, un amarillito leve, un sepia suave, sin rayas (no cuadriculado). Esas eran las herramientas.
Ahora bien, ¿de qué escribir? ¿Sobre qué? ¿Por dónde iría a pasar la línea divisoria entre la compu y la mano? Le pareció que rasgar poemas era en esas circunstancias un lugar común de exaltación romántica y una sobreactuación innecesaria, como alguien que decide empezar a correr en el parque y entonces se compra un equipo deportivo carísimo y unas zapatillas galácticas antes de mínimamente probarse cuántas vueltas es capaz de dar sin sacar la lengua afuera. Si empezaba a escribir poemas o –peor aún– “pensamientos” o “reflexiones”, ya nada lo detendría; se afeitaría la cabeza, comería arroz integral y se iría a meditar a la madrugada al Parque Centenario. Mejor, no pararse sobre esa pendiente.
Empezó con algo bien rústico: una lista de cosas pendientes en general, dividida en dos grandes rubros: cosas pendientes de hacer y cosas para comprar. Luego hizo una lista de gente a la que no veía hace mucho tiempo y quería volver a ver (curiosamente, gente con la que no hablaba por mail, pudo constatar). Finalmente hizo una lista de cosas que no había hecho últimamente y quería hacer o volver a hacer. Se estaba humanizando a pasos agigantados, lo que podía ser tan inquietante como bienvenido, pero el resultado era bastante más alentador que un poema del que pronto –narrativista ortodoxo– se arrepentiría. En tinta, sobre papel blanco, empezaba a dibujarse el mapa curioso de una vida. Deseos y necesidades, no obligaciones, pero sí exigencias que podría echarse en cara de no cumplirlas, demandas y apelaciones a sí mismo.
Ahora bien ¿qué había sucedido con su letra en el ínterin? ¿Había mejorado o simplemente se había hecho trampa escribiendo más lentamente que de costumbre, como cuando el arrebato de la compu llevado a la tinta le había revelado el horror de lo sucedido?
En verdad, no tenía respuesta. Miraba las ex garrapatas. Sí. Eran más legibles. Pero no eran, todavía, una letra. Revelaba un esfuerzo, pero para decirlo con claridad, esos signos no tenían alma.
No iba a perder el tiempo haciendo caligrafía. Pero algo tenía que hacer. ¿Qué podía llegar a conjurar el fantasma de la letra deshumanizada y al mismo tiempo ser útil como texto? ¡Ya! La idea lo sobrevolaba, pero al mismo tiempo le dio un ataque de incertidumbre. ¿Cuánto hacía que no lo hacía? ¿Técnicamente se podía decir que seguían existiendo? Bueno, acababa de leer en el diario que existían unos 400 buzones en la ciudad. ¿Por qué no iban a seguir existiendo las cartas escritas a mano? Porque de eso se trataba, de tomar la lapicera –tinta negra que se deslizaba con una velocidad precisa y una sensualidad que empezaba a degustar– y hacerla juguetear entre los dedos mientras la mente empezaba a perderse en el papel blanco o amarillito claro, a punto de encabezar una carta.
Bueno: aquí termina el cuento. Puede agregarse que después de bastante tiempo y de escribir varias listas encontró finalmente el destinatario de la carta y que durante varios meses, por el mero placer de escribir de puño y letra, hizo unos cuantos borradores de esa carta. Quizás, un día de éstos la envíe.

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