ECONOMíA › PANORAMA ECONÓMICO
Trabajando a reventar
Por Julio Nudler
Estos días se montó en la Argentina una ceremonia bastante curiosa. A partir de los datos lanzados el jueves por Estadística y Censos, mostrando que en el primer trimestre subió mucho la producción pero el desempleo siguió casi tan alto como antes, todos los comentaristas subrayaron el contratiempo: se había producido más, pero con el mismo trabajo. Esto, a primera vista, no está nada mal. Que no se requiera mayor esfuerzo humano para generar crecientes cantidades de cosas y servicios –que, se supone, se fabrican o prodigan para satisfacción de sus demandantes–. Pero las leyes de la economía capitalista (las de otras no sabemos) le imponen a la gran masa del pueblo trabajar como condición previa a obtener algún acceso a los productos que se despliegan en ese escaparate cambalachesco que en economía se llama “oferta”. Por tanto, si hay más producción pero no más ocupados, se presume que se acentuará el desnivel: unos recibirán más, y otros seguirán recibiendo demasiado poco (subocupados) o nada (desocupados), más allá de algún mendrugo tipo Plan Jefas y Jefes.
Pero no es obligatorio vivir permanentemente sensibilizados ante las necesidades de los carecientes. También tiene que estar permitido advertir que las crisis pueden dejar como secuela nefastas deformaciones. Según una hipótesis, fue el terrible desempleo de los primeros años ’30 el que hizo posible que se vivase a Perón como “el primer trabajador”. El culto al trabajo exorcizaba los demonios del ocio forzado y la miseria. Y parece que ahora, en los países más ricos, está ocurriendo algo similar, con las lógicas diferencias.
Esto es: después de algunos años de alto desempleo, y de que las teorías del fin del trabajo aterrorizaran a la clase ejecutiva, a lo que se sumó el pánico de que los puestos se volatilizasen vía internet hacia India o cualquier país angloparlante, exótico y barato, cundió una nueva religión: la del trabajo a reventar como símbolo de status. Pero para eso era necesario abandonar la prosaica idea de que los altos empleados de las corporaciones yugan para ganar más dinero. Ahora se han autoconvencido de que trabajar es un placer genial, sensual. Que trabajan por vocación.
Quizás esté por pasar lo mismo con los más jerarquizados tinterillos de la Argentina, ahora que se sienten a salvo de la disolución nacional, y, peor aún, de la implosión del mercado, y cobra prestigio la capacidad entrepreneurial, a la que acompaña como rito ideológico el oponerse desde la centroderecha al estatismo redistribucionista y la altisonante retórica del kirchnerismo.
Esclavos voluntarios, un reciente libro de Madeleine Bunting, se pregunta detrás de qué añagaza se desviven esos asalariados de lujo, si de “necesidades” o de “deseos”, encarnados en consumos cada vez más rebuscados, de los que se esperan deliciosas satisfacciones, y cuya atracción se retroalimenta con la tendencia a laborar como descosidos. El consumismo y el “sobretrabajo” se explican mutuamente, conduciendo a una vida en la que aquel debería desintoxicar al personaje ansioso que emerge exhausto de esfuerzo, tensión y estrés tras su semana laboral de la torre acristalada.
Esa alta clase media ya no aspira al ocio ni se mofa del denodado esfuerzo: ahora vive online, y en su extenuación se queja del mucho trajín, mientras arrastra feliz su carga, que no aligeraría por nada del mundo. Dicen que en Estados Unidos, a fines del XIX los pobres trabajaban mucho más que los ricos, pero que a fines del XX eran ya el diez por ciento de más ricos los que verdaderamente se deslomaban, metafóricamente hablando. Ellos ven su trabajo como un juego, un hobby, aquello que se hace por gusto y por elección. ¿Qué puede haber mejor?
Pero eso sí: el de esa gente es un trabajo “interesante” (hay periodistas que creen lo mismo), y tener mucho de esa clase de labor reluce socialmente. Aparte de ganar buena plata, resulta que trabajar es tan placentero y espiritualmente enriquecedor que no dan ganas de parar. Y tanto mejor si se le añade presión: fechas límite, deadlines, plazos inexorables para entregar un informe o completar una tarea, y de inmediato otra, y luego otra más, a todas las cuales se llegará acezantes, goteando adrenalina.
Mientras todavía es común en las películas que la acción transcurra fuera del horario de trabajo, creando así la falsa impresión de que éste es muy corto y concluye mucho antes de que atardezca, el mundo, y en especial el opulento, marcha en la dirección opuesta. Las personas no andan amándose por las calles, porque es el trabajo el gran destinatario del amor, por lo menos durante la semana hábil.
El trabajo se confunde con un proyecto personal, con la realización. Es él el que define la jerarquía de quien lo realiza. Y como ya no existen las lealtades, cada cual es tan bueno como el último asunto del que se ocupara. Bunting dice que la precariedad de este concepto del yo requiere de un frenético pedaleo para al menos permanecer en el mismo sitio. Cada profesional u “oficial” de tal o cual área debe tener entre manos cuestiones cada vez más trascendentes si no quiere sentirse degradado o irreversiblemente excluido.
En la actual cultura del trabajo, el éxito no es nunca sino un equilibrio temporario al borde del abismo, según razona Yiannis Gabriel, profesor de teoría organizacional en el Imperial College. Hay que apoderarse de la victoria, arrebatándola de las garras del fracaso. Por victoria se entiende un gran contrato o una gran venta, no vaya a creerse otra cosa. De este modo se incurre en una conducta adictiva, con la conciencia de que uno no sólo debe efectuar su tarea sino también cerciorarse de que los demás vean lo bien que la ha hecho.
No hace falta haber sido secretario de Trabajo con Clinton para escribir, como ha hecho Robert Reich, que tanto como el talento vale la habilidad para las relaciones públicas. Que hoy no basta creer profundamente en uno mismo, sino además conseguir que los demás compartan esa devoción. La autoestima vale más que la sociabilidad, y el encanto de la humildad sirve mucho menos que la vanidad y el engreimiento.
Algo notable es cómo la nueva ética laboral pudo explotar las inseguridades de los empleados y convencerlos de trabajar tan duramente. En Estados Unidos, donde las compañías despidieron a cientos de miles de dependientes de cuello blanco, no hubo ninguna protesta colectiva. Muy por el contrario: los sobrevivientes redoblaron sus esfuerzos, extendieron sus jornadas y entregaron literalmente su vida a esas buenas empresas.