ECONOMíA
Dos cavallistas bailando un vals
Crece el escándalo por el desvío de fondos destinados por Onudi, con sede en Viena, a un proyecto de minería en la Argentina.
Por Julio Nudler
La reciente aparición de una nota sobre el affaire en el Financial Times indica que el escándalo en torno de Carlos Magariños va propagándose por el mundo. En cuestión están los medios que habría puesto en juego el argentino para lograr su reelección, en mayo de 2001, como director general de la Organización de las Naciones Unidas para el Desarrollo Industrial por cuatro años más. El puesto permite vivir a lo grande, con todo pago en Viena, sede del organismo, cobrar un sueldo de 12 mil dólares mensuales y obtener al abandonarlo una superjubilación. En concreto, se acusa a quien fuera secretario de Industria con Domingo Cavallo hasta 1996 de connivencia en el desvío de 1.095.000 dólares, destinados por la Onudi a la financiación de un proyecto minero en la Argentina, que fueron reasignados para que el país se pusiera al día con sus aportes y, de ese modo, pudiera votar por Magariños. La Oficina Anticorrupción lo denunció ante la Justicia junto con Carlos Bastos, el cavallista que ocupaba el Ministerio de Infraestructura y solicitó la improcedente reaplicación de esos fondos. Esa solicitud, obviamente, se la dirigió a Magariños, quien más obviamente aún la satisfizo.
La increíble carta de Bastos fue conseguida a pulso por el conductor del organismo internacional. Después de estrellarse contra la renuencia de Adalberto Rodríguez Giavarini, entonces canciller, Magariños tuvo, cuando su tiempo ya se agotaba, la fortuna de ver aterrizar de nuevo en Economía a Cavallo. Sin tomarse tiempo ni para afeitarse, voló a Buenos Aires, y a través de Armando Caro Figueroa, segundo en la Jefatura de Gabinete, de Eduardo Menem y por supuesto de Cavallo mismo consiguió doblegar la resistencia de la Cancillería. Contaba a su favor también con la buena relación que siempre cultivó con Carlos Ruckauf.
Aunque sus acusadores lo consideran partícipe necesario en la maniobra, Magariños ha dicho que él sólo cumplió con las instrucciones impartidas por el gobierno argentino sobre la aplicación de los fondos. Su abogado, Carlos Manfroni, indica que si no fuera porque el funcionario es argentino, nadie pensaría que cometió una infracción al aceptar que un país pagara su deuda con el organismo. El argumento es impecable.
Mientras tanto, desde Viena se han difundido numerosas denuncias anónimas contra Magariños por “promesas incumplidas, soborno y mala administración”, originadas, según los indicios, en medios de la Onudi. La propia Oficina Anticorrupción inició su investigación, que la condujo a denunciar el caso, por una de esas imputaciones. La lista, bastante extensa, incluye travesuras como –presuntamente– haber hecho traducir al inglés y editar, a costa del organismo, el libro El papel del Estado y la política industrial, que Magariños escribió en 1995.
También pintoresca es la obtención de sucesivos doctorados honorarios en Moscú y Budapest luego de haber asignado programas a Rusia y Hungría, respectivamente. Pero se citan también numerosas irregularidades en contratos remunerados con jugosos honorarios, además de la sustancial conclusión sobre la inoperancia casi total del organismo. De hecho, la inicial elección de Magariños en septiembre de 1997 fue sorprendente. Dado que él mismo declaró entonces, eufórico, que la Onudi era como “el Ministerio de Industria del mundo”, no se entendía cómo podía premiarse con ese cargo a alguien que había conducido la indefendible política fabril del cavallismo. El programa que presentó para conquistar el puesto no guardaba relación alguna con lo realizado en la Argentina.
Así como un conocido lobbista del sector automotor había operado exitosamente para su designación en Industria como sucesor de Juan Schiaretti, cuando Magariños dejó el cargo en junio de 1996 Manuel Antelo le organizó en nombre de Adefa, la cámara sectorial, una despedida con champán en el Museo Renault. Sabía por qué.