EL PAíS
Backstage de la marcha de asambleístas a la Plaza
Primero hubo reunión y choriceada en una fábrica tomada por sus empleados. Luego debate y un viaje en subte que resultó una asamblea itinerante. Crónica de un nuevo estilo de movilización.
Por Irina Hauser
–¿Pero de qué partido político son ustedes? –preguntó una señora con bufanda roja y bolsas de supermercado, sentada en el subte B, algo perturbada ante los cantitos masivos que retumbaban en ese y otros vagones.
–No pertenecemos a ninguna agrupación, somos vecinos de asambleas barriales y obreros de una empresa tomada en Chacarita –fue la respuesta.
–Ah... ¿Ustedes dan trabajo? ¿Y no tienen candidato? –insistió ella.
Asambleístas y trabajadores en huelga de una fábrica de grisines que iban camino al Congreso intentaron de todas las maneras posibles explicarle a la mujer que son “personas que desde diciembre hacen cosas desde el barrio con la esperanza de que algo cambie”. La escena fue parte, un granito inmenso, de ese “antes” de una marcha que suele quedar afuera de las cámaras. Había empezado al mediodía con una “choriceada” de caceroleros y obreros en las instalaciones de la panificadora.
Hasta principio de junio Grissinopoli producía bizcochitos de grasa, grisines y rebozador. Está en una calle empedrada, Charlone 55, y en la fachada hay un cartel que informa que “hace 9 meses” que a sus 26 trabajadores no les pagan. Piden que no les “corten la luz, el agua y el gas” porque, aunque pararon la fábrica, están viviendo allí dentro buscando maneras de seguir trabajando. Venden choripanes, piden colaboración a los vecinos e iniciaron una causa judicial con la aspiración de convertirse en una cooperativa, a la que ya bautizaron La Nueva Esperanza. En nada de esto están solos, sino que actúan en equipo con asambleas de la zona.
Ayer se juntaron para hacer una “choriceada” especial los obreros y los integrantes de las asambleas de Chacarita, Colegiales, Villa Ortúzar y Palermo Viejo. Cerca de las dos de la tarde ya eran más de cien personas ocupando, una vez más, la calle. Los vecinos que todavía no se habían acercado a la fábrica charlaban con los empleados y alguno que otro se atrevía a preguntar los secretos para lograr el mejor bizcocho.
Walter, un muchacho alto de tez morena de la asamblea de Palermo Viejo, contó: “Hace unas semanas pasé por la puerta de la fábrica, vi los carteles de la huelga y me puse a charlar con los obreros. Ofrecí ayuda, pero al principio reaccionaron con desconfianza, no podían creer que quisiéramos ayudarlos sin pedirles nada”.
Dante, de 45 años, trabaja en Grissinopoli hace 20 y desde que está en huelga ve a su mujer y a sus tres hijos, que viven en San Miguel, una vez a la semana. Reconoce que le costó “el acercamiento con las asambleas”. “Ahora puedo decir es que sin ellos no hubiéramos madurado la idea, por ejemplo, de trabajar como cooperativa y pedírselo en esos términos a la Justicia con varios clientes ya asegurados”, explicó, con los ojos vidriosos de cansancio. Ivana, una de sus compañeras, señaló las instalaciones y aclaró que las máquinas están en perfectas condiciones, para volver a funcionar. “Además, en el terreno junto al edificio pensamos armar una huerta para multiplicar los ingresos”, añadió.
El apoyo a los obreros es parte de la heterogénea agenda de las asambleas barriales y se encuentran con ellos varias veces por semana. Ayer decidieron marchar juntos a Congreso y Plaza de Mayo “por la segunda y definitiva independencia”. Los cantitos de “que se vayan todos” empezaron aún antes de arrancar, cuando todavía algunos chorizos humeaban sobre la parrilla ubicada en la vereda. Todos juntos caminaron por la calle Dorrego, absurdamente escoltados por un patrullero y, todos juntos, fueron a tomar el subte B con sus banderas barriales y fabriles. Entonaron “olé, olé, olé, olá/ venga vecino/ venga a luchar/ contra el Gobierno/ asamblea popular”, e hicieron vibrar más de un vagón.
Los demás pasajeros sonreían, algunos les preguntaban de qué barrio eran y otros, como la señora de la bufanda roja y las bolsas de supermercado, dejaron en claro que no tenían ni idea de qué es una asamblea popular. –No entiendo que no apoyen a ningún político, ¿Cómo se hace? Si siempre tiene que haber alguien al frente del país...–decía la mujer, que intercambiaba miradas pícaras con una amiga sentada a su lado.
–Estamos hartos de que nos caguen, buscamos un cambio, ya se verá si lo vemos en algún dirigente. ¿Usted no está harta? –repreguntaban un asambleísta de barba tupida y otro de melena entrecana agarrados del pasamanos.
Así se fue armando un círculo alrededor de la pasajera y un espontáneo debate sobre las razones de la protesta. Los caceroleros intentaban explicarles que son protagonistas de una “nueva construcción” que todavía no se sabe bien a dónde va pero que busca “el bien común”. Ella, con la idea fija de que pronto –tal vez muy pronto– habrá elecciones y a alguien habrá que votar, insistía con su teoría de que no se puede vivir sin líderes. De pronto, se oyó una voz masculina: “apaguen el televisor y prendan la conciencia”. En todas las estaciones había más asambleas y gente suelta que iba a la marcha. Entre todos se saludaban sonrientes.
La señora bromeó: “Yo lo único que quiero es que me presten plata y no devolverla nunca más”. Después, culposa, corrigió a su modo: “Lo que sé es que no quiero más desórdenes”. Ahí la polémica fue la mano dura. El vagón casi en pleno le gritaba “basta de represión como la del 26 de junio contra los piqueteros”. Ella se fue con gesto dubitativo y deseó suerte en la nueva manifestación. En la estación Callao ese “antes-de-la-marcha” de sólo un grupo de vecinos y trabajadores se fundió con el de todas las otras, de Capital y el conurbano en lo que, en realidad, es un continuo. Una manifestación que, en el caso de las asambleas, se sostiene de manera permanente –altibajos más, altibajos menos– desde hace seis meses.