Sábado, 1 de diciembre de 2007 | Hoy
ECONOMíA › PANORAMA ECONOMICO
Por Alfredo Zaiat
Varias son las trampas que dejó de herencia la década del noventa en la esfera de la economía que condicionan el diseño de nuevas estrategias o, sin tantas pretensiones, que dificultan el tránsito con algún grado de autonomía en las decisiones. En algunos casos, esa situación no genera incomodidad en los hacedores de la política oficial, mientras que en otros define estrictos límites a la propuesta de tímidas reformas. En un estado nebuloso entre ambas posiciones se encuentra el caso de la minería. El desarrollo de ese sector se ha constituido con reglas que se parecen mucho a la descripción de un país dentro de otro, con especiales incentivos impositivos, particulares relaciones con el poder nacional, provincial y municipal, especial vínculo con el mundo mediático y una privilegiada exigencia en el grado de cumplimiento de las leyes generales. A lo largo de toda su gestión, el gobierno de Kirchner se ha sentido cómodo con ese marco de negocios de las multinacionales mineras, incluso ha impulsado con énfasis las inversiones de esa actividad. Pero, a la vez, ahora se le ha presentado una fuerte restricción para implementar una tenue alteración de ese esquema de excepción cuando quiere aplicar retenciones a las exportaciones de metales.
La referencia sobre una ruptura con la política minera dominante la ofrece los antecedentes cercanos de Hugo Chávez, en Venezuela, o de Evo Morales, en Bolivia, o lejanos de Vladimir Putin, en Rusia, que nacionalizaron la producción minera para luego buscar asociaciones con el sector privado. Pero como las realidades políticas, sociales y económicas de esos países son diferentes resulta complejo hacer una traslación automática de esas experiencias a la coyuntura local. Más aún porque aquí se expone con nitidez los efectos perdurables que implican las trampas establecidas en la década pasada. Del mismo modo que los Tratados de Protección de Inversiones, que condenan al país al banquillo del parcial jurado del Ciadi -–dependiente del Banco Mundial– ante cualquier cambio económico que una multinacional considere perjudicial para sus intereses, la ley minera ofrece a las empresas del sector condiciones económicas-fiscales-financieras excepcionales y por un período de treinta años.
Ya sea porque no tuvo vocación política, o porque reconoció cuáles eran sus limitaciones en la acción, o porque no quiso, el Gobierno no denunció ni buscó reformular esos Tratados de Inversión, que se prorrogan automáticamente a su vencimiento, reforzando así un permanente condicionamiento a futuro. Una trampa que no se rompió. Lo mismo sucedió con la norma que permite a las mineras funcionar como un enclave autónomo dentro de las fronteras de Argentina.
La minería es uno de los más importantes demandantes de energía y agua para desarrollar la explotación de recursos naturales. El Estado ha invertido para garantizar la provisión energética de las multinacionales con lo que se conoce como la “línea minera”, de 500 Kv. Se trata de un tendido que une Mendoza con Tucumán, recorriendo los distintos emprendimientos, que es una alternativa “más económica que la autogeneración o la construcción de líneas individuales”, como se explica en un informe del Consejo Federal de Energía Eléctrica. O sea, además de una serie impresionante de incentivos fiscales, el Estado también aporta a mejorar aún más la ecuación económica-financiera de las mineras, que son una de las industrias más energía-intensivas que existe. Esto es así porque a medida que se extraen minerales de ley cada vez más baja, los costos de energía aumentan con rapidez, hasta el punto que cuesta más extraer y procesar esos recursos que su valor de mercado, a menos que se tenga una fuente de energía de bajo costo. Insumo que el Estado aporta con generosidad vía tarifas e inversiones, variable que podría ponerse en la mesa de negociación frente a la amenaza de las multinacionales mineras de una catarata de juicios si se avanza con retenciones a las exportaciones de metales.
Un didáctico informe (Gran Minería: impactos económicos, sociales y ambientales) preparado por la Secretaría de Derechos Humanos y presentado en el marco del Plan Fénix-UBA explica que la legislación y marco jurídico de ese sector establece tres condiciones insólitas:
-Obliga al Estado a entregar los minerales a los privados.
-Prohíbe al Estado explotar directamente la riqueza minera.
-Las minas descubiertas por organismos estatales deben transferirse al sector privado.
La trampa depositada en este caso se encuentra en uno de los artículos de la ley que regula el negocio de esa actividad, al definir que los emprendimientos mineros comprendidos en ese régimen promocional gozarán de estabilidad fiscal por el término de treinta años. Así, la inmensa sucesión de incentivos impositivos terminan siendo permanentes teniendo en cuenta la vida útil promedio de los yacimientos. Las multinacionales de los metales están exentas de retenciones a las exportaciones, del impuesto al cheque, de los derechos a la importación, gozan de la deducción del 100 por ciento del impuesto a los combustibles, de la devolución del IVA a la exploración, de créditos fiscales de IVA. Las provincias no pueden cobrar regalías en un porcentaje superior al mísero 3 por ciento sobre el valor “boca mina” del mineral extraído (antes de iniciar cualquier transformación que le agregue valor). Pueden transferir al exterior capital y ganancias en cualquier momento y sin pagar cargas sobre esos giros. No deben liquidar en el país las divisas por exportaciones. Y por el Acuerdo Federal Minero, los estados provinciales y la Nación se comprometieron a eliminar todo gravamen y tasa municipal (ingresos brutos, sellos, patentes, habilitaciones, combustibles, cheque).
En ese informe oficial se destaca lo que denominan la “contabilidad creativa” de las mineras. “Las multinacionales declaran gastos abismales, venden minerales a sus filiales hasta un 30 por ciento inferior a los precios de mercados, generalmente con domicilio comercial en paraísos fiscales, e inventan costos de producción, fundición y refinación tan altos que les es imposible pagar renta alguna, declarando literalmente un quebranto comercial en sus balances.” Con el negocio del oro, que es uno de los principales que se desarrolla en el país, existen diez emprendimientos por un total proyectado de extracción de 25 millones de onzas. El precio del oro se ubica hoy en unos 800 dólares la onza. Se estima, en ese documento oficial, que la inversión aproximada para la extracción de ese metal se ubica en los 133 dólares la onza. Entonces, el ingreso neto se acerca a los 670 dólares, lo que significa un valor total neto de esos proyectos mineros por la friolera de 16.675 millones de dólares a la actual cotización del oro. Poco y nada de esa riqueza natural queda en el país.
Este es simplemente el cálculo económico-financiero del negocio del oro, pero como señalan los investigadores Jorge Gaggero y Emiliano Libman en La inversión y su promoción fiscal (Argentina, 1974-2006), publicado por el Centro de Economía y Finanzas para el Desarrollo de la Argentina (Cefid-AR), en el caso de la minería, además de un régimen exageradamente beneficioso para las empresas, se agregan otros factores inquietantes: “El carácter de recurso no renovable de los minerales extraídos, los impactos contaminantes involucrados sin las adecuadas prevenciones o fondos reparatorio, el escaso (o nulo) valor agregado nacional de las exportaciones de ‘tipo enclave’, los bajos niveles de regalías y la ausencia de controles físicos relevantes en frontera que apunten a evitar el contrabando exportador de sustancias mineras”.
Puede ser que esta trampa no pueda destruirse de un solo golpe, pero para empezar a desmontarla antes hay que reconocer que se trata de un régimen escandaloso tanto por sus incentivos económicos-fiscales como por su impacto medioambiental. Las retenciones a las exportaciones de metales es un pasito en esa dirección, que se revela enorme ante la insólita constitución de un país dentro de otro con gobierno en multinacionales mineras.
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