EL MUNDO › ORIGEN, APOGEO Y FIN DE UNA CORPORACION FANTASMAL

El castillo de naipes de Enron

El colapso de la petrolera sigue dando origen a un aluvión de descubrimientos. El principal: que era una empresa de fantasía.

Por Enric González
Desde Washington

El petróleo siempre ha podido comprar voluntades en Washington y Nueva York. Y a un gigante energético como Enron, que subvencionaba a casi la mitad de los miembros del actual Congreso y enriquecía a cientos de operadores de Wall Street con comisiones millonarias, no le costó demasiado quedar exento de cumplir la ley. En 1997, la Comisión del Mercado de Valores permitió que Enron operara al margen de la Ley de Compañías Inversoras, establecida en 1940 para evitar las farras especulativas de los años 20 y su conclusión inevitable, el crash de 1929. La conclusión, en el caso de Enron, también resultaba segura. Los mecanismos que condujeron a la quiebra, una expansión alocada combinada con una contabilidad fraudulenta, empiezan a quedar al descubierto.
“En aquel momento, la exención parecía necesaria para que Enron pudiera expandirse en el exterior”, explica ahora la Comisión. En esencia, a la compañía energética se le permitió emplear sus sociedades participadas en el extranjero para ocultar deuda en ellas, sin reflejarlo en sus balances, y a la vez para obtener grandes exenciones fiscales. “Enron abusó”, precisan en Wall Street. La complicidad de su firma auditora, Arthur Andersen, ayudó a perpetrar los abusos. Los trucos contables, sin embargo, no lo explican todo. Aun sin fraude, la loca carrera de los directivos de Enron se dirigía recta hacia el precipicio.
Todo empezó en 1984, cuando un economista de Missouri llamado Kenneth Lay, con el tiempo amigo personal de los dos George Bush, padre e hijo, ascendió a la presidencia de Houston Natural Gas, justo en el momento en que Ronald Reagan desregulaba los mercados energéticos. La actividad de la empresa consistía en algo tan simple como suministrar gas a los usuarios de Houston, y era presa fácil en la oleada de absorciones desatada por la liberalización; resistió tres años, pero en 1987 se la tragó Internorth, otra firma de gas de Omaha. La sociedad resultante fue bautizada como Enron, y Lay, pese a ser uno de los absorbidos, logró colocarse al frente.
La cultura empresarial estaba cambiando y el objetivo de un ejecutivo que se preciara ya no consistía sólo en ganar dinero para la empresa, sino en hacer subir las acciones. Con ese fin, Lay tuvo una idea: marginar el negocio de la distribución de gas y apostar por la compraventa de combustible a nivel planetario, con toda la sofisticación financiera que fuera posible. Pero eso fue sólo el primer paso. Lay no era un petrolero texano a la antigua usanza: prefería jugar al estilo de Wall Street, y la impresionante expansión de los mercados financieros ofrecía respaldo a cualquier operación que sonara lo bastante audaz.
Si se podía ganar dinero con la compraventa de energía, ¿por qué no con otras cosas? Enron creía en el riesgo y en las apuestas. Y apostaba contra fuerzas tan imprevisibles como la meteorología, ofreciendo unos seguros llamados “derivativos climáticos” a las empresas de servicios. Un dueño de restaurante, por ejemplo, contrataba un “derivativo” para el caso de que una gran nevada lo dejara sin clientes. Si había nieve, Enron pagaba. Si no la había, se embolsaba la prima. Nada era lo bastante exótico. Enron compró derechos sobre empleo de la “banda ancha” de emisiones, contando con que alguien se los recompraría a mejor precio, y también creó un mercado energético instantáneo a través de Internet llamado Enron Online. También invirtió fuertemente en electricidad cuando la escasez de energía en California disparó los precios (luego se desplomaron) y promovió gigantescos proyectos en el extranjero.
A principios de 2000, Enron había alcanzado unos ingresos anuales de 100.000 millones de dólares (dos años antes estaba en los 31.000) y sus acciones habían subido un 89 por ciento en sólo nueve meses. La lectura de su informe anual a los accionistas, dedicada al ejercicio 1999, resultaba sin embargo inquietante. “Enron se mueve tan rápido que algunos tienen dificultades para definirnos”. En el informe anual de 2000, aparecido en 2001, las definiciones eran confusas: “Enron apenas se parece a lo que fue. Nos hemos metamorfoseado, desde una compañía basada en los activos de los gasoductos y las centrales productoras, hasta una compañía de mercadotecnia y logística cuyos mayores activos son su gente innovadora y su buena estrategia en los negocios”. Cuando la mayor empresa energética del mundo decía que su fuerza radicaba en la “mercadotecnia” y sus mayores activos eran la “estrategia y la gente”, despreciando gasoductos, centrales y lo que sus directivos llamaban despectivamente “cemento”, alguien debería haberse alarmado. Pero las acciones subían y subían. ¿Para qué vender?
Lo que estaba ocurriendo, lejos de la vista del público, era una acumulación de deuda. Gran parte de Enron era un cascarón vacío, una montaña de palabras. Los futuros, la “innovación” y muchas de las compraventas no daban beneficios, sino pérdidas, pero éstas se ocultaban en una red de sociedades participadas en el exterior, dirigidas por altos ejecutivos de Enron. Al mismo tiempo, los beneficios se hinchaban de forma desmesurada, hasta en 600 millones de dólares, aprovechando las relajadas normas de contabilidad que Washington permitía al sector energético, como pago político por la financiación de campañas. Como el balance permanecía limpio, los bancos seguían prestando en condiciones muy favorables y los inversores seguían comprando acciones. Pero la catástrofe era inminente, y Lay y los suyos trataron de salvarse ofreciendo Enron a Dynegy, un rival menor. Dynegy intuyó lo que ocurría y rechazó absorber al gigante. A partir de ahí, la ficción se vino abajo.

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La central de Enron en Houston, Texas.
Nada fue demasiado exótico para la compañía.
 
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