Miércoles, 11 de febrero de 2009 | Hoy
EL MUNDO › OPINIóN
Por Vicente Romero
Esclarecedor el debate en el Senado norteamericano sobre la figura de Leon Panetta, propuesto como nuevo jefe supremo de la CIA. El primero en quien pensó Obama como candidato para el puesto fue John Brennan, un veterano miembro de la agencia; pero enseguida renunció a nombrarlo, tanto por las protestas que surgieron de la izquierda del Partido Demócrata como por temor a que se aireasen sus antiguas declaraciones de apoyo a la sucia política antiterrorista de Bush. Brennan quedó reducido a asesor presidencial y Obama encargó la dirección de la CIA a Panetta: un hombre de Bill Clinton (fue su jefe de gabinete entre 1994 y 1997) sin experiencia en el gremio de la Inteligencia.
La preocupación de algunos periódicos influyentes sobre la continuidad de los secuestros y las entregas ilegales de prisioneros parecieron calar en el ánimo de algunos senadores. Y Dianne Feisntein, presidenta del Comité de Inteligencia, preguntó si tales prácticas iban a mantenerse. El no de Panetta fue rotundo. Pero el republicano Kit Bond le recordó que las llamadas extraordinary renditions de sospechosos ilegalmente detenidos habían sido “frecuentes” ya durante la etapa presidencial de Clinton, aunque no fueran expresamente autorizadas hasta después del 11-S bajo mandato de Bush. Y le preguntó si había estado de acuerdo. Entonces Panetta matizó su rotundo “no” anterior. El tal mister Bond, que no había dicho una palabra sobre el espinoso tema durante la doble presidencia de Bush, pudo sacar el dato de un artículo publicado en The Washington Times, en el que se citaban hechos poco conocidos: según la Comisión 11/9, antes del ataque contra las Torres Gemelas ya se habían producido cerca de un centenar de secuestros y entregas ilegales, método aberrante anterior a la presidencia de Ronald Reagan.
Sin embargo, la peor parte del plumero que Panetta mostró en el Senado fue su anuncio de que como jefe de la CIA no pediría responsabilidades a los agentes que hubieran practicado torturas, tales como el waterboarding: un simulacro de ahogamiento que en América latina se denomina submarino, permitido por Bush en 2002 y practicado oficialmente hasta 2006. El argumento empleado por Panetta suena a vieja y trágica milonga: “Estas personas no deberían ser sometidas a juicio ni investigación si cumplieron con la ley, tal como la interpretó el fiscal general”. Los militares argentinos llamaron “obediencia debida” a esa figura absurda. Cuando Argentina recuperó el más elemental sentido de la Justicia, la injusta ley de obediencia debida quedó abolida. Ningún militar, policía o funcionario –sea argentino o norteamericano– puede excusarse en el cumplimiento de órdenes de secuestrar, torturar, violar, asesinar o hacer desaparecer a un ser humano.
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