Miércoles, 11 de febrero de 2009 | Hoy
Por Alejandro Dumas
Voy a escribir en pocas páginas la historia de un hombre que nació para ser el primer pintor de su siglo, el rival de Leonardo, el vencedor del Perugino y de Corregio, el semejante o quizás el más grande maestro de Rafael; la historia de un hombre cuya carrera pudo ser feliz, brillante, envidiada, si un amor insensato no lo hubiera perdido fatalmente.
Abrumado por las humillaciones y por las penas, arrastró sus días en medio de la vergüenza y de la desesperación. ¡De dolor en dolor, de debilidad en debilidad, de miseria en miseria llegó al suicidio moral, el más terrible de los suicidios!
Vició su talento, empequeñeció su carácter, enlodó su nombre. El desdichado no temió en confesarse ladrón por una mujer que no pudo devolverle en compensación a tantas abnegaciones y a tantos sacrificios ni el más leve sentimiento de piedad.
Si en la Vida de los pintores –esas memorias más instructivas que un libro de arte y más accidentadas que una novela– relatan otras existencias más curiosas y más agitadas, no las hay en verdad más tristes y emocionantes.
El relato de esta vida es un gran ejemplo, una gran lección, una enseñanza saludable para los artistas de todos los tiempos y de todos los países.
Andrea Vannochi, conocido más comúnmente con el nombre de Andrea del Sarto, del mismo oficio que su padre, nació en Florencia el 26 de noviembre de 1487.
Nos detiene, desde el comienzo de esta noticia, una grave disidencia existente entre los biógrafos de Del Sarto.
Bottari, engañado tal vez por una inscripción tumularia consagrada a la memoria de nuestro artista en la iglesia de los Servi, creyó de su deber corregir la fecha adoptada por Vasari y tronchar de un plumazo diez años de la vida de Andrea, dando fe a una cifra errónea.
El historiador Lanzi y diversos escritores toscanos y extranjeros han seguido la corrección introducida a la edición romana de la Vida de los pintores, entregando su confianza al celo y a la erudición bien conocida de Bottari. Pero parece fuera de toda duda, de acuerdo con el acta de bautismo conservada en los archivos de Santa Maria dei Fiori, que el nacimiento de Andrea del Sarto debe ser fijado en el mes y el año que hemos registrado más arriba.
Que el lector no se espante por nuestra exactitud: es ésta la primera y la última discusión erudita a que nos entregaremos.
Agreguemos como recuerdo, y sin dar la menor importancia a ciertas aserciones que no tienen apoyo en prueba alguna, que una familia de Bruselas (los Wahinsen, creo) afirma que cuenta entre sus antecesores al feliz sastre que engendró la vida y dio el apellido a Andrea.
De acuerdo con esta versión, el padre de nuestro artista habría ejercido la profesión de sastre en la buena ciudad de Gante, su patria, y habría sido en la propia Gante donde Andrea Vannochi viera la luz.
Sea como fuere, el pequeño Andrea fue colocado por sus padres en el taller de un orfebre para aprender el oficio de joyero, oficio que Benvenuto Cellini debía elevar poco tiempo después al rango de arte.
Andrea tenía siete años. Apenas sabía leer y escribir; mas al salir de la escuela había tenido cuidado de no olvidar su pluma y su tintero y como consecuencia de la eterna contradicción existente entre la elección del padre y la inclinación del hijo, Andrea gustaba mucho más dibujar sobre cartones figuras bien oscuras y perfiles bien negros, que manipular oro y plata: materiales que, por el contrario, hubieran debido deslumbrar los ojos y la imaginación de un niño.
También es posible que el cincel y la lima le parecieran instrumentos demasiado duros para sus manos delicadas, pues evidenció desde la niñez un carácter débil y sumiso; una vaga tristeza, una sensibilidad tierna y enfermiza, una dulzura angélica de las que todas las palabras, todos los movimientos, todos los gestos estaban impregnados, se revelaron desde temprano en esa frágil naturaleza, como presagio de las desdichas que más tarde habrían de agobiarlo.
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