EL MUNDO › OPINION
La OTAN ha dejado de existir
Por Claudio Uriarte
La OTAN no es una organización diseñada para combatir al terrorismo. Tampoco, pese a la retórica de la Guerra Fría, fue una alianza militar diseñada para combatir en todos los frentes al enemigo soviético. En realidad, según una definición de época, era una maquinaria “para mantener a los rusos afuera, a los americanos adentro y a los alemanes abajo”. Su poder militar convencional en Europa era despreciable frente a las divisiones soviéticas; lo que la volvía invulnerable era la garantía nuclear que Estados Unidos depositaba detrás de las raquíticas e indecisas tropas eurooccidentales (más allá de las pequeñas fuerzas de disuasión nuclear de Gran Bretaña y Francia, puestas en posición más por razones de prestigio nacional que por utilidad militar práctica). Por eso, el desempeño de la Alianza Atlántica en la guerra convencional de Kosovo en 1999 fue patético, requiriendo 78 días, una enorme destrucción de infraestructura civil y una final intervención rusa para doblegar a una potencia de tercer orden como la Yugoslavia de Slobodan Milosevic; por eso, tanto la ampliación de la OTAN a 27 miembros como la asignación a la Alianza por George W. Bush de una nueva misión global antiterrorista son nociones contradictorias que se cancelan mutuamente: primero, porque el terrorismo no es la clase de enemigo convencional que se puede combatir con la Fuerza de Despliegue Rápido de 21.000 hombres que se ha proyectado para dentro de unos años; segundo, porque cuantos más integrantes tiene una alianza más de diluye su unidad y su poder de decisión y ejecución, razón por la cual el Pentágono de Donald Rumsfeld buscó barrer no sólo a la OTAN sino a su “aliado especial” Gran Bretaña de toda participación en la guerra de Afganistán, bajo la consigna de que “la misión determina la coalición”.
Estas consideraciones son importantes a la hora de evaluar los resultados de la cumbre de Praga de esta semana. No fue la soldadura de una nueva alianza militar, ni contra el terrorismo ni contra Irak. En realidad, no fue más que un gigantesco ejercicio de relaciones públicas, diseñado por Estados Unidos para mantener a la creciente “Europa Occidental” dentro de una imagen de consenso, pero con sus miembros cuidadosamente apartados de todos los resortes de decisión clave. Por esa misma razón se le ha permitido a Rusia un status de participante a medias, a través del Consejo Atlántico: Washington le da el gusto de participar a todos los aspirantes, y hasta países lúmpenes como Albania están siendo considerados con el rostro más serio para la próxima ronda de ampliación. También por esa razón, Bush no requirió nada de la Alianza en relación a Irak: Francia y Rusia, dos Estados con fuertes lazos comerciales al régimen de Saddam Hussein, vetarían inmediatamente toda acción en un cuerpo donde las decisiones se toman por unanimidad. Por lo ocurrido en Praga, la OTAN se ha convertido en un equivalente del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, es decir, un cuerpo de decisión minado de intereses contradictorios y poderes de veto que constituye todo lo contrario del vehículo expeditivo que querrían unos Estados Unidos unilateralistas. Las capacidades militares europeas están muy por detrás de las estadounidenses, a tal punto de que la brecha interatlántica sólo en armamentos vuelve incompatible una cooperación entre los dos. Y si los ejércitos de Polonia, Hungría y la República Checa –los países que se sumaron en la anterior ampliación– ya estaban muy por detrás de esas deficientes capacidades europeas, los aportes de los ejércitos de Lituania, Letonia y Estonia –uno de los cuales incluye una brigada de perros olfateadores muy bien entrenados– pueden considerarse irrelevantes.
En este ejercicio de relaciones públicas, Bush no ha dejado de lado a su villano favorito: Saddam Hussein. Pero, cuanto más fuerte retumban las arengas de guerra de la administración contra el tirano, más escuálido parece el despliegue militar estadounidense en el terreno: las fuerzas no han subido de 60.000 hombres en toda el área comprendida desde el Mediterráneo hasta Asia Central –cuando se necesitarían 250.000 hombres para Irak solamente, para no hablar del armamento pesado– y el Pentágono no parece en apuros por acelerar los suministros –una operación que llevaría varios meses– pese a que se está cerrando la ventana de oportunidad climática que permitiría a EE.UU. atacar en enero-febrero, antes que empiecen los calores superiores a los 50 grados centígrados y las tormentas de arena que dificultarían las maniobras de tropas. Es que la cortina de humo bélico que funcionó para las elecciones legislativas del 5 de noviembre no tiene por qué disiparse ahora, cuando las informaciones económicas más acusatorias de la recesión estadounidense tienen que estar por descargarse sobre el público.