EL PAíS › LA COMPLEJA RELACION DE CARRIO Y EL CATOLICISMO
Lilita y la religión
Aunque a algunos les gusta definirla como una fanática, su visión es matizada y compleja: no acepta lobbies de la Iglesia, es autora de un avanzado proyecto de salud reproductiva y en su partido hay un fuerte apoyo a la despenalización del aborto.
Por José Natanson
No se separa del famoso crucifijo, comulga todos los días y una vez le dijo a Raúl Alfonsín que había visto a la Virgen. Sin embargo, no juró por Dios cuando asumió como diputada y se niega a ceder frente al lobby de la Iglesia, que la presionó sin éxito para que excluyera de sus listas a “abortistas” como Alfredo Bravo. Además, en su círculo íntimo conviven legisladores partidarios de la despenalización del aborto, como Marcela Rodríguez y otros, como Mario Cafiero, que se oponen aun en casos de violación. Aunque definir a la líder del ARI como una fanática religiosa se ha convertido en un lugar común de la política argentina, la realidad es que el Evangelio según Elisa Carrió es mucho más complejo de lo que generalmente se cree.
Yo tengo fe
Hija de una católica militante, Carrió comulga todos los días –cuando puede, se acerca al Santísimo Sacramento, la iglesia que más frecuenta– y cuando viaja al interior averigua dónde está ubicada el templo más cercana y trata de asistir a misa. Recibe frecuentes visitas de monjas, vive entre imágenes de santos y estatuitas de vírgenes, que adornan el living luminoso y despojado de su departamento de Barrio Norte. Y, aunque últimamente se la ve con uno más chico, no sale sin su crucifijo.
Hay muchas anécdotas sobre el fervor religioso de la chaqueña. Tres años atrás, por ejemplo, le regaló una estampita al juez Gustavo Literas, para que “lo ampare” en la investigación de las coimas en el Pami.
Pero la más famosa es la de la aparición. Antes de que rompiera definitivamente con el radicalismo, Raúl Alfonsín solía comentar que una vez, en una charla privada en su departamento de Santa Fe, la chaqueña le había dicho que ella, una legisladora sin más fuerza que la propia fe, se convertiría en la próxima presidenta de la Argentina. Cuando el jefe radical le preguntó cómo podía estar tan segura, Carrió respondió que fue la Virgen María, a través de una revelación, quien se lo había dicho.
La Alianza todavía controlaba el Gobierno, y los legisladores y funcionarios radicales –que detestaban la creciente popularidad de Carrió y además son muy machistas– difundieron la anécdota con rapidez. “Santa Lilita”, la bautizó el jefe de Gabinete, Chrystian Colombo, furioso por la investigación sobre lavado de dinero que lo acusó por supuestas maniobras irregulares en el Banco Makro.
En privado
A pesar de su fe inquebrantable, la chaqueña –quizá porque se convirtió de grande, luego de una serie de dolorosos trances familiares– no es una católica tradicional. Un ejemplo: cuando asumió como convencional constituyente y como diputada nacional, en lugar de apelar a la clásica fórmula cristiana –Dios y los Santos Evangelios– prefirió jurar por la Patria. “Mi fe es algo íntimo. Quiero mantenerlo así, y no mezclar lo privado con lo público”, la explicó una vez a un diputado sorprendido.
Discutible o no, la actitud marca un contraste con la de unos cuantos políticos, que disimulan sus verdaderas convicciones en busca de apoyo popular. El caso de Carlos Menem, que se convirtió al cristianismo antes de ser presidente, no es el más patético: Carlos “Chacho” Alvarez juraba siempre por Dios a pesar de su condición de agnóstico irreductible. Graciela Fernández Meijide no llegó a tanto y no ocultó su agnosticismo. Sin embargo, no se animó a plantear el tema del aborto –que defendía en privado– cuando fue precandidata presidencial de la Alianza.
La relación tormentosa entre Carrió y la Iglesia Católica marca otra diferencia. A medida que la chaqueña fue ascendiendo y consolidándose poco a poco como nueva referente de la oposición, los obispos intentaron construir vínculos permanentes con ella. Estaban convencidos de que unamujer que lleva un crucifijo y un rosario a todos lados no iba a resultar problemática. Pero se equivocaron.
Los roces comenzaron con unas declaraciones de Carrió criticando el rol de la Iglesia durante la dictadura, y se intensificaron en agosto del año pasado: se encontraba trabajando en el armado de las listas de senadores y diputados del ARI cuando comenzó a recibir llamados y mensajes de la Iglesia, manifestándole su “preocupación” por la inclusión en las boletas de dirigentes que, como Alfredo Bravo, habían presentado proyectos a favor de la despenalización del aborto. Unos días después, la actriz Soledad Silveyra, incluida a último momento en un lugar marginal de las listas del ARI como apoyo simbólico, declaró que lo primero que haría en caso de llegar al Congreso sería encarar la cuestión el aborto. Hubo más llamados, pero Carrió prefirió ignorar el lobby eclesiástico.
La historia se repitió este año, cuando la clase política en pleno desfilaba por la mesa de diálogo auspiciada por la Iglesia. Carrió, que había reclamado elecciones de inmediato, decidió no participar. Hubo presiones de la cúpula episcopal, que –otra vez– no dieron resultados.
Quien parecía una blanco fácil para el lobby eclesiástico se fue revelando como alguien mucho más complicada. Como comprobaron los jerarcas de la Iglesia, la chaqueña prefiere evitar las visitas a los obispos. Habla poco y nada con ellos, salvo con uno: Jorge Begoglio, arzobispo de Buenos Aires, el único de los líderes religiosos con el que mantiene un diálogo más o menos fluido.
Leyes
Aunque en el ARI se mezclan católicos practicantes con agnósticos obstinados, hay un consenso general en torno de la importancia de las políticas de salud reproductiva. Tres años atrás, Carrió presentó un proyecto más amplio y concreto que el sancionado por el Congreso hace dos semanas: no hacía diferencias entre las escuelas públicas y privadas en cuanto a la educación sexual y tampoco establecía la obligación de que los adolescentes se presenten junto a sus padres para acceder a los métodos anticonceptivos. Además, las bases para la discusión del programa de gobierno del ARI incluyen en el capítulo de igualdad de oportunidades una mención específica a la importancia de las políticas de salud sexual y reproductiva.
La cuestión del aborto es más delicada. Además de los representantes del socialismo, la bancada liderada por Carrió está integrada por legisladoras más o menos combativas que defienden el derecho de las mujeres a la libre elección: las ex frepasistas Irma Parantella y María América González, que firmaron el proyecto de Giustiniani, no son las únicas. También está Marcela Rodríguez, que comenzó su carrera política como asesora de Carrió, quien luego la impulsó como candidata a diputada y la designó coordinadora del programa de gobierno del ARI. Amiga e incondicional de la chaqueña, Rodríguez no sólo defiende la despenalización del aborto, sino que está a favor de que las mujeres dispongan libremente la ligadura de trompas, hoy prohibida por ley. “Eso lo decís vos, que tenés capacidad para decidir. El problema es que a las wichis las esterilizan de prepo”, argumenta Carrió cuando discuten el asunto.
Los contrastes son innegables. El diputado Mario Cafiero, uno de los más cercanos a la jefa del ARI, es –como el resto de su familia– un católico militante. “Me opongo al aborto aun en casos de violación”, dijo en un reportaje con la revista Veintitrés.
En cuanto a Carrió, su oposición es terminante. Tanto, que fue un proyecto para despenalizar el aborto presentado por Rubén Giustiniani lo que desencadenó el conflicto con los socialistas que puso a la coalición al borde de la fractura. Cerca de la chaqueña aseguran que el eje de la disputa no es el proyecto en sí, sino el momento en que se presentó, dos días antes del lanzamiento del programa de gobierno del ARI. En cualquier caso, y por más que en el ARI convivan diferentes puntos de vista, locierto es que se trata de un tema en el que la chaqueña no está dispuesta a ceder ni un milímetro. “No sólo me voy a oponer. Voy a militar contra el proyecto”, le dijo hace un par de semanas una Carrió enojadísima a Giustiniani, que la escuchaba azorado del otro lado de la línea.