Martes, 15 de diciembre de 2009 | Hoy
EL MUNDO › OPINIóN
Por Eric Nepomuceno *
Uno de esos días que pasé en Buenos Aires –un domingo de lluvia– fui a comer con amigos. Hablábamos de lo de siempre: nuestros países, nostalgias compartidas, un poquito de fútbol, hasta que surgió una cuestión crucial que casi nos arruina el almuerzo: ¿cómo asegurarnos una vejez digna?
Presenté una propuesta concreta y sencilla: juntar algún dinero entre nosotros y rentar un pequeño local. Comprar, además, un micrófono, uno de esos teclados electrónicos que imitan el sonido de un órgano, una Biblia, y ya.
Todos me miraron en piadoso silencio. Sin embargo, mi idea es coherente y viable. A ver: con un local, un falso órgano, un micrófono, y habiendo leído (aunque muy sumariamente) lo necesario, creamos una iglesia evangélica. En menos de un año recuperamos nuestra inversión y empezamos a ganar dinero.
En Brasil, un diploma de pastor cuesta unos 800 pesos, y el de obispo evangélico poco menos que el doble. Es que mi país tiene know how. Como en el fútbol, que tampoco inventamos, en el negocio de la fe nos hicimos potencia mundial, y muchos de los nuestros, además de asegurarse una vejez digna, se la aseguraron a sus nietos.
Gracias a nuestras leyes, es un negocio redondo, con exención de impuestos y total libertad para mentir, engañar, explotar, en fin, lo que sea, todo a nombre de Dios. En Argentina y en otros países latinoamericanos pasa lo mismo, y ése es un comercio que se expande con fuerza y rapidez. Si alguien lo duda, basta con prender la televisión: a partir de determinados horarios, lo que predomina son programas comandados por pastores electrónicos, compatriotas míos especializados en atropellar el raciocinio, la pronunciación, la gramática y la lógica.
A ver: ¿quién más creció en América latina cuando de la última crisis global? Ningún banco, ninguna industria, nada superó el comercio de la fe. ¿Cuál es la más rentable multinacional brasileña? Ni Petrobras, ni Vale do Rio Doce, ni el banco Itaú: es la Iglesia Universal del Reino de Dios.
Esta secta nació en el garaje de una casa en un suburbio de Río. Su creador, un genio de las finanzas, era funcionario público. Hoy es dueño de una fortuna. Está presente en Argentina y Costa Rica, en Panamá y México, en Uruguay y Colombia, en Ecuador y Puerto Rico, en Portugal e Inglaterra, en varios otros países europeos y africanos. Sus iglesias recaudan docenas de millones de dólares, controlan emisoras de radio y televisión, diarios y revistas, participan en el control de empresas de los más distintos matices, de taxis aéreos a publicidad, que a su vez generan más y más.
Explotar a los desvalidos y miserables es, desde siempre, un negocio seguro y muy rentable. Tanto, que la misma Iglesia Católica sentó los precedentes en materia de comercio y finanzas movidos por la fe. Pero está siendo superada en eficacia y pierde terreno frente los competidores evangélicos, más ágiles y seductores. Por ejemplo: la Iglesia Universal del Reino de Dios es dueña de la segunda red de televisión en Brasil (cuyo valor es calculado en alrededor de 1600 millones de dólares), controla una infinidad de emisoras de radio y al menos cinco grandes diarios de provincia. En Argentina, tiene tres emisoras de radio, publica un diario de distribución gratuita, alquila espacios en emisoras de televisión. Son diez templos en Buenos Aires y unos 170 en el interior. En Uruguay, compró un antiguo cine de Montevideo, donde instaló su sede, y tiene por lo menos otros 15 templos. En Costa Rica, donde tiene poco más de una docena de locales de culto –léase, de recaudación–, la Universal no posee ninguna estación de radio o televisión: prefiere alquilar espacios para sus programas. Hace lo mismo en México, donde tiene casi un centenar de templos, y en Colombia. Una enorme estructura bien aceitada hace con que esa fábrica de dinero siga a todo vapor. No es, desde luego, la única.
Hay miles de sectas, de las más modestas a las más espectaculares. Pero la Universal debe ser, decía yo a mis amigos porteños, nuestro modelo.
Podríamos empezar en Brasil, donde es muy fácil fundar una iglesia. Hace poco, tres periodistas crearon en San Pablo la Iglesia Heliocéntrica del Sagrado Evangelio (uno de ellos se llama Helio). Les tardó cinco días y costó 418 reales –900 pesos–. A partir del registro, la Iglesia Heliocéntrica recibió certificados que la liberaron de toda y cualquier carga fiscal, gracias a la libertad de culto asegurada por la Constitución. (Y sin embargo, en lugar de lanzarse rumbo al selecto club de los millonarios de la fe, Helio y sus dos fugaces obispos optaron por seguir siendo periodistas y publicar la historia.)
Claro que, además de la tasa inicial, hay que alquilar un local, comprar un falso órgano, un micrófono, un par de ejemplares de la Biblia. Pero es poca cosa, principalmente comparada con el retorno del capital, a corto plazo y sin riesgo.
Aseguré a mis amigos porteños que mi idea es aprovechar todas las brechas legales para lanzarnos a actividades mercantiles de los más diversos tintes, siempre al amparo de la ley. Que será fácil conseguir la adhesión de jugadores de fútbol y gente de la farándula para atraer fieles. Y más: siguiendo el ejemplo de muchos de mis compatriotas, muy exitosos bucaneros del Señor, no descarto que uno de los nuestros se presente como candidato a diputado, senador o lo que sea, en Brasil, Argentina o donde logremos llegar. Al fin y al cabo, también en eso brillamos: en mi país, muchos de los obispos y pastores electrónicos son tratados como figuras respetables de la República, integran alianzas políticas, y además de la protección divina cuentan con la del gobierno al que se juntan, y así protegen sus negocios e intereses.
Todavía no logré convencer a nadie, pero pienso seguir insistiendo. Ojalá resulte. No me falta fe en el negocio: me faltan socios dispuestos a transformarse, en poquísimo tiempo, en bucaneros del Señor. Y a asegurarse una jubilación de piratas.
Escritor brasileño.
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