Martes, 22 de noviembre de 2011 | Hoy
EL MUNDO › OPINIóN
Por Martín Granovsky
Un sabor amargo invadió en 2002 y 2003 a muchos de quienes habían formado parte de las asambleas populares argentinas en medio de la crisis. Sintieron que el país no había cambiado como esperaban. Que el rechazo a buena parte de los dirigentes políticos no había fructificado en un sistema político distinto. Que no todos se habían ido. Algunos inclusive se asombraron de otra cosa: si la salida de Fernando de la Rúa había sido parte de una situación prerrevolucionaria, no fue la revolución lo que vino después.
El mismo sabor amargo podrían sentir hoy los indignados españoles. Es verdad que Izquierda Unida quintuplicó su representación parlamentaria y que la izquierda nacionalista vasca consiguió nada menos que siete representantes nacionales. Es verdad que el Partido Socialista Obrero Español recibió un castigo histórico el domingo último. Pero el día en que se cumplían 36 años de la muerte de Francisco Franco, el conservadurismo con toques de catolicismo papal del Partido Popular fue la herramienta del castigo. Y una herramienta nítida en los números: tendrá 186 bancas de las Cortes contra 110 del PSOE.
El PP de Mariano Rajoy, previsiblemente, hará aún con mayor convicción, si fuera posible, la política de sujeción al gobierno alemán que comenzó el presidente socialista del gobierno español José Luis Rodríguez Zapatero al impulsar y conseguir que el déficit cero de las cuentas fiscales quedara como principio constitucional. No sólo la ley, como en los últimos tiempos del tándem De la Rúa-Domingo Cavallo en 2001. También la Constitución. Un texto que, en España, está cargado de simbolismo. Fue una reforma constitucional la que consagró la nueva democracia tras la muerte de Franco. A más de 30 años, acaba de ser otra reforma constitucional la que sacralizó el derecho de los bancos alemanes de cobrarse su deuda, aun cuando la desocupación haya superado una media nacional del 20 por ciento y supere el 40 por ciento para los jóvenes.
Si el movimiento de Indignados españoles era, en rigor, una forma disimulada de que creciera la izquierda, ya logró su cometido con el aumento en escaños de Izquierda Unida. La representación de la izquierda vasca es un fenómeno de otra naturaleza: expresa la adaptación de los abertzales a la realidad y la sintonía con la mayoría del pueblo vasco y su rechazo a la violencia de ETA como forma de avanzar hacia mayores niveles de autonomía. En todo caso, si hubo una indignación contra ETA y un sentimiento de indignación con el Partido Nacionalista Vasco, una suerte de democracia cristiana de centroderecha, la izquierda nacionalista logró canalizar ambos enojos.
Si el movimiento de los Indignados quería preservar el Estado de bienestar en pleno desmonte, no consiguió su objetivo. El PP previsiblemente tratará de cumplir esa tarea aun con más decisión que el PSOE.
Si quiso lograr una mayoría contra la supeditación de la economía a la ganancia financiera, que alcanzó un inédito 7 por ciento, tasa alta en Europa, tampoco obtuvo su objetivo. El PP es también afín a los sectores de las finanzas concentradas.
Lo que ocurrió en España es de manual. El gobierno que venía practicando la flexibilización laboral y el ajuste fiscal fue castigado aunque fuera de origen socialdemócrata y el beneficiado fue el partido que no gobierna desde 2004, cuando José María Aznar fue castigado al mentir que la masacre de Atocha había sido cometida por la ETA y no por el fundamentalismo islámico.
El cambio en el sistema político vasco parece decir que los movimientos sociales sólo tienen efecto electoral cuando antes se encarnaron en la política y buscaron no sólo el cuestionamiento sino una transformación desde los poderes del Estado. Ocurrió lo mismo en la Argentina de hace 10 años. Las asambleas fueron un instrumento clave para evitar que en una situación de crisis y descomposición social el país no cayera en la tentación de soluciones autoritarias. Los que imaginaban una revolución dirán que es poco. Los que temían un retroceso a valores no democráticos pensarán, en cambio, que fue mucho. En las cacerolas no estaba sólo el reclamo contra el corralito. También el pedido de renovar la Corte Suprema con la mayoría automática lograda por Carlos Menem en una sola noche.
¿Volverán los indignados españoles a su fuerza de hace seis meses o languidecerán como en las desvaídas jornadas de reflexión del sábado último, antes de las elecciones?
Y, sobre todo, ¿lograrán hacerse escuchar? Dicho de otro lado: ¿qué está dispuesto a oír la mayoría de los españoles y cómo desafiar no sólo al PP o al PSOE sino también cierto sentido común?
El triunfo del PP no significa sólo la derrota del PSOE por ser el partido de gobierno en medio de la peor crisis de la democracia española. También el ascenso de un partido menos comprometido con el laicismo, más sensible a las campañas de restricción de conquistas civiles como la campaña que pide la penalización del aborto y más cercano al sector financiero.
El ejemplo griego está a mano. Cayó la socialdemocracia y el nuevo gobierno de unidad nacional incluye no sólo a dirigentes del derechista Nueva Democracia y el socialista Pasok. Forman parte del flamante gabinete cuatro miembros de Laos, sigla del partido antisemita y de extrema derecha que busca instalar a los inmigrantes como chivo expiatorio.
El desafío de los indignados españoles, como el de cualquier forma de protesta contestataria, es el de reubicarse si quieren ser útiles y productivos. Quizás pueda decirse que los movimientos sociales perduran o consiguen sus objetivos –porque a veces lo segundo implica una instancia superadora que termina con lo primero– si son más didácticos que catárticos. Y si son más temáticos que simples portadores de una frustración general. Otro ejemplo argentino fue el Frente Nacional contra la Pobreza que recogió millones de firmas en 2001. Una de sus propuestas era la cobertura social universal. El tema pasó a formar parte de un nuevo denominador común, lo mismo que hoy sucede con la revisión penal de las violaciones a los derechos humanos. Los gobiernos de Néstor y de Cristina Kirchner interpretaron aquellas demandas y las convirtieron en políticas. Es un círculo virtuoso: sin decisión desde el Estado no hay políticas y sin instalación social es difícil la decisión desde el Estado.
Quizá sea el momento de diferenciar entre movimientos-mosquito, encargados de aguijonear a los ciudadanos, y movimientos destinados no sólo a señalar defectos sino a marcar rumbos y formas de alcanzar una meta.
No hay unos mejores que otros. Cada uno cumple su rol. Pero parece claro que, si el desafío es superar la fugacidad, no alcanza con descargar la bronca. La bronca puede ser hasta una herramienta más de construcción política, pero nunca reemplaza a la construcción misma.
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