Sábado, 10 de diciembre de 2011 | Hoy
EL MUNDO › OPINIóN
Por Santiago A. Canton *
La aprobación en París, el 10 de diciembre de 1948, de la Declaración Universal de Derechos Humanos impulsó uno de los cambios de paradigma más importantes en la historia de la humanidad, al reconocerle derechos a todos los seres humanos “sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición”. Ese fue el primer paso en la construcción de un andamiaje jurídico universal que aspiraba a poner fin a miles de años de injusticias para millones de personas. Fue un momento histórico en el que prevaleció un espíritu de grandeza y esperanza.
Hoy, 63 años después, sabemos lo difícil que es hacer efectivos los ideales expresados en París: “El advenimiento de un mundo en que todos los seres humanos, liberados del temor y de la miseria, disfruten de la libertad de palabra y de la libertad de creencias”.
Nuestra propia historia nos ha dejado una buena lección. Los países de América latina tuvieron un rol central en la aprobación de la Declaración Universal y en la incorporación en ella de algunas de las disposiciones más importantes. Sólo ocho meses antes de la adopción de la Declaración Universal, nuestra región había adoptado en Bogotá la Declaración Americana, reconociendo los derechos humanos para todos los habitantes de este continente.
Lamentablemente, ese espíritu no duró mucho tiempo. Años más tarde, América latina introdujo la palabra “desaparecido” al diccionario jurídico; las democracias fueron sustituidas por dictaduras y las masacres y torturas se convirtieron en moneda corriente.
La región tiene una historia pendular de democracia y derechos humanos por un lado y masacres y dictaduras por el otro. A partir de los ochenta comenzó una etapa de desarrollo democrático que, salvo excepciones aisladas, ha inclinado el péndulo del lado democrático como nunca antes en nuestra historia. Pero esa misma historia pendular nos obliga a persistir en la construcción de condiciones que impidan oscilar nuevamente hacia el autoritarismo.
Son muchos los factores necesarios en la construcción de un estado de derecho sustentable. Pero hay uno indispensable: justicia por las violaciones a los derechos humanos y por la destrucción del sistema democrático. La impunidad corroe a toda la sociedad y construye sociedades injustas, desiguales, discriminatorias, en donde el ideal de progreso e igualdad es avasallado por estructuras de poder formales e informales que protegen y benefician a los sectores más favorecidos y perjudica a los más vulnerables.
En ese océano de impunidad, la que mayor daño produce es la que impide sancionar a las personas que reinaron sobre la vida y la muerte de los latinoamericanos y destruyeron la democracia. La impunidad que protege a aquellos que asesinaron y torturaron a miles de personas y prohibieron a los pueblos decidir su propio destino. La falta de justicia alimenta la repetición de esas atrocidades y transforma a la ley en el escudo de los poderosos.
En nuestra región se están dando pasos muy positivos para ponerle fin a esa impunidad. A través de leyes y procesos históricos, nacionales e internacionales, se iniciaron juicios contra las personas acusadas de graves violaciones a los derechos humanos. En Perú, Fujimori fue condenado a 25 años de prisión; en Chile se juzgó a cientos de responsables de violaciones. En Brasil, Uruguay y México se están dando los primeros pasos en este sentido. Argentina anuló completamente las leyes de amnistía y se encuentra en un proceso, modelo para el mundo, en el que se está enjuiciando a todos los responsables de las violaciones a los derechos humanos.
En este nuevo aniversario del Día Internacional de los Derechos Humanos podemos celebrar que cada vez son más los países que aceptan que el combate contra la impunidad por violaciones a los derechos humanos constituye un pilar fundamental de la democracia y el estado de derecho. La incansable búsqueda de justicia de las víctimas de derechos humanos ha sentado las bases para un estado de derecho duradero. Pero no podemos descansar en este camino. Nuestra historia enseña que lo que está en juego es demasiado importante y que el péndulo no se detiene fácilmente.
* Secretario ejecutivo de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
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