EL MUNDO › EL MEMORIAL DE MEDELLíN ES EL PRIMER LADRILLO DE UN GRAN PROYECTO MUSEOGRáFICO

Empezar a contar medio siglo de guerra

La Casa de la Memoria constará de 4200 metros en interiores y 17 mil de espacio público. Un lugar para los duelos, historias y encuentro de los familiares. Es el primer museo de este tipo en todo el territorio colombiano.

 Por Katalina Vásquez Guzmán

Desde Medellín

En Medellín no hay estaciones; llueve casi a diario desde que comenzó este invierno, el peor en la historia de Colombia. Cada mañana, sin embargo, sale el sol. En la Casa de Memoria aprovechan las horas más cálidas y siembran las plantitas que van junto a los nombres de desaparecidos, desplazados, secuestrados, víctimas de homicidio, amenazas y violaciones sexuales. Al final, la lista suma 480 víctimas del conflicto: sus nombres, amorosamente dibujados por quienes les sobreviven en esta guerra, se leen en letras transparentes con iluminación violeta. Se conocen en diciembre como anuncio de lo que ya comienza a ser este museo, en construcción desde hace un año. El memorial es el primer ladrillo de un gran proyecto que constará de 4200 metros en interiores y 17 mil de espacio público para, con una propuesta museográfica original e inédita, empezar a contar la historia de un conflicto de más de cincuenta años, y que aún no cesa.

Todo empezó cuando varios movimientos de víctimas le pidieron al gobierno local un lugar para sus duelos, sus historias y su encuentro. “Es un homenaje a ellas”, explica a Página/12 Lucía Mercedes Ossa, directora del Programa de Atención a Víctimas, donde nace y se hace la idea de este museo para la ciudad, el primero de este tipo en todo el territorio colombiano. “Pero si fuera una violencia que ya finalizó, diríamos homenaje y ya. Pero aquí queremos recordar también para transformar, porque creemos que la sociedad no tiene aún una dimensión de lo que ha sido y significado el conflicto, y eso lo necesitamos para reconocernos y superarlo”, cuenta la mujer anotando que es la voz de la víctima la privilegiada en este espacio, no la de victimarios. Pablo Escobar, los paramilitares, jefes guerrilleros, sicarios y verdugos de la población civil no serán, en este caso, los protagonistas, aun cuando sean los culpables.

“Además, hablamos de todo tipo de víctimas incluidas las del Estado, con lo cual también se reconoce su responsabilidad en este conflicto”, añade la funcionaria, convencida de que recordar lo malo será no repetirlo, y que difundir las experiencias de vida y resistencia nacidas en los años difíciles es propio de sociedades que se levantan mirando al futuro. Esa es Medellín, señala el alcalde Alonso Salazar durante la entrega de la Casa. “Que sea el espejo, a veces duro, en el que nos tenemos que mirar para asimilar nuestra tragedia con la perspectiva de reconciliación”, dice el académico, quien llegó a promover iniciativas públicas para atender a las víctimas de lo psicosocial, lo jurídico y también lo simbólico como esta casa que están llenado de videos, mapas, testimonios, piezas como colchas y documentos, y una pequeña biblioteca física y digital de la violencia y los derechos humanos que recoge lo sufrido y lo aprendido.

A María Teresa Giraldo la llena de emoción. “Es maravilloso tener un lugar para elaborar nuestro duelo. Que podamos ver su nombre, visitarlo, es un regalo, porque su cuerpo nunca lo encontramos”, dice la mujer sobre su marido. Es la viuda de un militar del Ejército desaparecido por paramilitares en la década de los noventa, una de las más duras de la larga historia de la guerra colombiana; guerra de guerrillas, paras, fuerza pública y mafias por la tierra y el narco. En estos años, una generación, la mayoría hombres jóvenes, fue asesinada. Una generación, más de 45 mil personas fueron asesinadas entre 1991 y 1999 en Medellín, y dramas como el desplazamiento, la desaparición forzada y las ejecuciones extrajudiciales no eran extraños.

María Teresa viste de colores; se pinta, a veces, de rojo los labios; luce alargada como su nariz, y blanca como su hijo Alejandro, secuestrado junto a su padre y el último que lo vio en vida. Teresa y Alejandro caminan por un túnel que atraviesa el Museo. Es diciembre y, todavía entre arena y concreto en polvo, gente como ellos empieza a conocerlo. El muchacho se escucha entre las voces que murmullan desde dispositivos sonoros instalados para la ocasión. “Yo era un muchacho normal con muchas aspiraciones. Quería ser futbolista profesional”, dice el relato de sí mismo que llega a sus oídos como bálsamo. “Esto sí sana. Porque estar en el Museo es compartir no sólo las palabras, las exposiciones, sino el dolor, entonces se siente alivio; somos tantísima gente con tanto dolor, que esto tiene que servir de algo”, dice la señora, cuya voz también viaja por los pasillos del nuevo Museo: “A veces pienso que para qué investigué tanto si al final no obtuve nada. En fin. No siento odio ni rencor por nadie. Dios los juzgará y en cuanto a mi hijo, seguiré viviendo con él el día a día con sus crisis frecuentes y con mucha fe en Dios”.

Saliendo del túnel está el memorial. Las luces violetas contrastan con la tarde clara de este pequeño valle. Sobre una pequeña montaña de tierra fresca está el memorial con los casi quinientos nombres. Están los políticos secuestrados, los defensores de derechos humanos asesinados, los que cayeron por bombas y balas en los años de Pablo Escobar, los niños y jóvenes masacrados en los barrios, las mujeres violadas por actores armados, los campesinos desterrados y, claro, los que no están. “Se llamaba Alejandro de Jesús Alvarez. Y yo quise escribir así: 27 de mayo de 1997, la fecha en que nació; y 28 de enero de 1991, la fecha en que lo desaparecieron”. Tal cual se lee en el memorial que las víctimas miran con detenimiento.

Al fondo, atrás de las placas y plantas que apenas nacen, hay unas paredes negras, unas montañas, un cielo azul y un edificio en construcción: el Museo Casa de la Memoria. El canto de las víctimas. Sus palabras y sus rostros. Sus historias. Sus gritos y silencios. Lo que puede decirse en una ciudad que continúa en disputa armada. “Es evidente que persiste una organización criminal –anota Lucía Mercedes de la Alcaldía–, pero como Estado no podemos esperar que esto termine para empezar a contarlo públicamente. No sabemos si habrá posconflicto. Les corresponde a la fuerza pública y a la justicia resolver muchas cosas, y eso depende de un gobierno nacional, sin embargo, la memoria es un asunto de la sociedad”, anota Lucía Mercedes quien, sin paraguas, está al frente de la construcción del Museo por las mañanas nubladas, las tardes de lluvia. Allí, con la pared del edificio nuevo como telón de fondo, los “quitapenas” fueron presentados antes del memorial: diminutas personas de hilo y madera que alivian los pesares de la guerra. Bajo sus almohadas, Teresa y Alejandro los guardan como indica la tradición indígena, con la confianza en que recogen el dolor, lo alivian y lo convierten en recuerdo para mantenerse vivos todos los inviernos y las futuras primaveras que sea necesario hasta mermar la guerra.

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Una generación, más de 45 mil personas, fueron asesinadas entre 1991 y 1999 en Medellín. En el memorial, caras y nombres de las víctimas.
 
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