Lunes, 2 de enero de 2012 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Carlos Alberto Ramil *
Allá por la década de los noventa Francis Fukuyama saltaba a la fama por su libro El fin de la historia y el último hombre, donde sentenciaba que la lucha de ideologías, en tanto motor de la historia, había concluido, y el vencedor de dicha lid resultaba ser el neoliberalismo.
Dicha victoria, en el caso argentino, había sido consumada mediante el terrorismo de Estado, dejando un saldo de 30.000 desaparecidos y un tejido político-social deshecho.
Con el retorno a la democracia, y luego de un breve período de entusiasmo y esperanza, ésta parecía revelarse como el dispositivo de poder más eficaz para consolidar el proyecto social, cultural y económico que había sido diseñado y ejecutado por militares y civiles a través del genocidio perpetrado durante la dictadura. La sentencia de Fukuyama atemorizaba a quienes se horrorizaban por las injusticias del neoliberalismo, y no precisamente por la capacidad heurística de su desarrollo teórico. El temor surgía de la quietud de la sociedad, incluso del hecho de no poder avizorar la línea de fuga, en tanto acto de resistencia y afirmación, a un modelo que, no obstante, parecía llegar a su fin de un momento a otro.
El 19 y 20 de diciembre quedarán en la memoria colectiva como aquel momento de saturación. Una masa salía a la calle a decir basta, sin embargo poco más podía decir en relación con el qué, y mucho menos con el cómo. La respuesta a esa situación de anomia fue la organización. Desde ya que dicha organización no podía ser canalizada a través de los partidos políticos, quienes se encontraban sumidos en una profunda crisis de representatividad, por lo que se materializó en una especie de microfísica organizativa. Las trincheras fueron los barrios, los comedores, las fábricas recuperadas, las asambleas barriales, las organizaciones sociales. Comenzaba a reconstituirse el tejido social, se volvía a hacer política, aunque no todos lo supiesen.
Por algún capricho de la historia, uno de aquellos por el que algunos cientistas sociales se rebanan los sesos vanamente por introducirlo en alguna teleología, en abril de 2003 era electo Néstor Kirchner como presidente de la Nación Argentina con un caudal electoral de apenas el 22 por ciento. Tal como él emitió en más de una oportunidad, asumía la presidencia con más desocupados que votos.
A partir de ese momento comenzaría a gestarse, de forma dialéctica, una relación sui generis entre el kirchnerismo y el espíritu participativo y organizativo legado de la crisis de 2001. Esto sin omitir todas aquellas formas de resistencia de las que había sido testigo la década de los noventa que, aunque viviesen entre las sombras, las luces de los nuevos tiempos iluminaban, mostrando a los inadvertidos que no existen cortes en la lucha popular.
Desde ya que el análisis precedente no debe hacernos incurrir en un romanticismo ingenuo, el proyecto político kirchnerista no se nutrió únicamente, ni siquiera principalmente, de estas manifestaciones sociales. Pero sí, en un camino no exento de tropiezos, gran parte de ellas fueron logrando identificarse con el nuevo gobierno. Paradójicamente, este proceso de identificación no se produjo únicamente porque Néstor y Cristina se hiciesen eco de las demandas de la sociedad, sino también porque tuvieron la voluntad política de presentar batallas sobre las cuales se fue cimentando sinérgicamente esa relación entre el nuevo proyecto nacional y las distintas formas de organización social.
No es necesario mencionar aquí cuáles fueron esas batallas, ni reparar en victorias ni derrotas, lo importante, y lo que atravesaba a todas ellas, era el hecho concreto de que se abría un nuevo round en la “lucha de ideologías”, aquella que ese autor que ya nadie lee había dado por finalizada.
Es imprescindible dar un salto estratégico en esta lucha, salir de las trincheras para conformar un bloque capaz de dar batalla en las calles, en los barrios, en las aulas, en los sindicatos. Un bloque orgánico, cualidad que no debe ser confundida con la obsecuencia, constituido en torno de una identidad superadora. El kirchnerismo, objetiva y simbólicamente, posee la potencialidad necesaria como para poder configurar este bloque, la militancia, la misión histórica, no sólo de acompañar, sino de marcar el rumbo. En este camino la juventud es convocada, y se autoconvoca, a convertirse en un actor protagónico dejando atrás el aletargado sentimiento de ser un espectador de los acontecimientos.
La respuesta por la “profundización del modelo” no llegará de ninguna mente erudita, se irá construyendo a través de la participación, de la organización, y en el seno de las disputas y tensiones lógicas de un proceso en el que confluyen distintos actores y distintas fuerzas.
La historia es inmortal, y este asunto está ahora y para siempre en nuestras manos.
* Colectivo Militante “El presente es lucha, el futuro es nuestro”.
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