Miércoles, 6 de marzo de 2013 | Hoy
EL MUNDO › ADELANTO DE LA REEDICIóN ACTUALIZADA DE CHáVEZ, EL HOMBRE QUE DESAFIó A LA HISTORIA
En el primer capítulo de esta biografía que se acaba de reeditar, el autor cuenta cómo el golpe fallido de 1992 que encabezó el entonces teniente coronel Chávez marcó su posterior actuación como presidente venezolano.
Por Modesto Emilio Guerrero
Bastó una breve rebelión militar fallida en 1992 para que el teniente coronel Hugo Chávez, con 38 años encima, se encontrara convertido en lo que más había soñado: un revolucionario nacionalista, un rebelde con causa llevando a la acción ideales juveniles y frustraciones acumuladas en la vida militar. Aquella breve rebelión fue su ingreso a la política abierta y pública. Haber llegado tarde a la escena social no le impidió sentirse testamentario de la gesta bolivariana que tanto había propagado en los cuarteles. Continuador del continuador Ezequiel Zamora, aquel general que a mediados del siglo XIX retomó los pasos de los libertadores quiso entregar tierras a los peones, democracia a los ciudadanos, pero también fue derrotado. Una rebelión, una derrota, un sueño revelado, y de repente él convertido en héroe nacional. Algo estaba rompiendo la norma histórica. Ese día se echó a andar una paradoja.
A las acciones llegó de la mano de Maisanta, su bisabuelo, a quien buscó por tantos años, difuso tutor espiritual de sus designios. Lo encontró en sí mismo, como la transmutación del héroe de sus sueños convertido en presente, latencia, vibración de un tiempo que se conecta con otro tiempo. “Durante muchos años estuve buscando la huella de mi bisabuelo”, declaró por primera vez el 28 de marzo de 1995, recién salido de la cárcel. Sesenta y ocho años después de la muerte de Maisanta en las mazmorras gomecistas, Hugo Chávez se encontró en Caracas tan vencido y preso como su bisabuelo sesenta y ocho años atrás. El primero terminó como una inofensiva leyenda campesina, pero el bisnieto se convirtió en un “peligro de Estado” y el enemigo público del imperialismo yanqui. Finales tan públicos después de tan drásticas derrotas, uno en la memoria rural, el otro en la política contemporánea, fue algo realmente imprevisible. La contradicción y la novedad le ganaron a la norma.
“Maisanta es como el punto de encuentro de muchas cosas”, ha declarado muchas veces, de varias maneras en distintos rincones del planeta, cuando se lo han preguntado y cuando no también. Este fue el sentido mediúmnico que se le reveló en el año 1992. Algunos de los fantasmas formados en sus primeros 20 años de conspirador fueron despertados el 4 de febrero y serán sus compañías mutantes hasta el último día. El camino a la revolución, las alianzas para ello, los amigos, las derrotas, las disidencias, la traición, el poder, la muerte.
De la noche a la mañana se revelaron los rasgos de la condición heroica, como si los hubiera estado esperando. “Ser héroe es estar en permanente conflicto entre dos mundos”, recuerda el especialista Bauzá en su obra El mito del héroe. Esto se debe a que la condición del héroe implica “desempeñar una función social específica”. Fue por estos vericuetos invisibles en la conciencia que poco a poco se fue enhebrando la figura de Hugo Chávez. El mismo autor recuerda que “estos seres singulares, obnubilados por el propósito de querer cambiar el mundo, muchas veces no alcanzan a medir las consecuencias –en ocasiones trágicas– de sus empresas”. Su punto de partida es la transgresión, “traspasar el umbral de lo prohibido, ir más allá de los límites impuestos por la sociedad”. En el caso nuestro, la singularidad resultó por combinación entre la necesidad y la aparición.
También fue la revelación del paradigma ideológico que venía construyendo, contenida en la fórmula patriótica conocida como “el árbol de las tres raíces”, o sea, los ejemplos de Simón Rodríguez, Simón Bolívar y Ezequiel Zamora, tres dioses intranquilos de su Olimpo personal. Del primero, el ejemplo de las virtudes creadoras y pedagógicas, del sabio aventurero cuya frontera era el conocimiento, resumidas en la expresión que más le gusta usar a Chávez: “O inventamos o erramos”, aplicada por Simón Rodríguez en su larga vida de visionario y educador. De Simón Bolívar, el ejemplo del guerrero incansable y del estratega de la unidad americana, o como lo definió Francisco Pividal, el “pensamiento precursor del antiimperialismo latinoamericano”. Y de Ezequiel Zamora, el programa de la revolución campesina y la democratización de la vida política; esto lo conectaba con la memoria del campesino pobre que fue en Sabaneta y con el barinés adolescente que veía en Zamora al icono espiritual de la ciudad, antecesor, además, del Maisanta de sus dudas. Tres raíces, no las únicas, de un solo proceso histórico nacional que siempre continuó, a pesar de los cortes y derrotas: el ideólogo, el creador de la Gran Colombia y el redentor del campesino pobre, tres mitos de la condición heroica.
A diferencia de la mayoría de sus compañeros de conspiración, Chávez vivió el 4 de febrero como la exaltación de quien se sentía destinado para una jornada de alto voltaje romántico. Se había preparado para ella durante casi 20 años.
Esa doble dimensión –realismo y animismo– son partes sustanciales de su personalidad. Son una constante de su vida pública y privada. Se le formó durante su infancia en los llanos, la región venezolana con el mayor acervo de fábulas, mitos y leyendas. Sin ellas no es posible adentrarse en él. El año 1992 contuvo ambas dimensiones, aunque él no determinara sus consecuencias ni se enterara de ellas hasta semanas después. Así, el 4 de febrero actuaron la paradoja, la singularidad y el contrasentido, recursos que la historia usa muy de vez en cuando para tallar combinaciones insospechadas. Ese día, el teniente coronel surgido de Barinas tensó el arco de su existencia más vital y, en parangón con el mito de Ulises, se enfrentó consigo mismo. En una condición similar a toda condición heroica, ése fue su punto límite, el momento subjetivo/objetivo en que la circunstancia se convierte en dilema. Pero esto no tiene nada de misterioso.
Comenzó en el instante en que los efectos del descalabro militar ingresaron a las regiones ingobernables de la conciencia social y al sentimiento masivo de los pobres. Pero esa grieta social se fue transformando en algo distinto, como si fuera el parto del absurdo. Eso ocurrió casi al mediodía del 4 de febrero de 1992, doce horas después de la asonada militar iniciada a las 10.30 de la noche anterior.
Pasado el asombro en las casi ocho millones de personas que vieron por los televisores al comandante Hugo Chávez llamando a sus camaradas a la rendición, asumiendo toda “la responsabilidad de este movimiento” y diciendo que habían fracasado, pero sólo (...) “por ahora”, ahí, en ese punto, comenzó el fenómeno de identificación social que dio paso a la paradoja histórica. El arquetipo está brotando desde el fondo del acontecimiento.
La gente sintió la acción golpista como una realización de sus deseos más profundos, una proyección heroica de sus propias luchas, una continuación de las incansables batallas que venían dando desde la insurrección del 27 de febrero de 1989. Veinticuatro horas después, lo que había comenzado como impresiones primarias de identificación sentimental con los golpistas dio paso a un tipo de conciencia más politizada.
Creo que nada existe en la biografía de Chávez sin el acto iniciático del 4 de febrero. Fue su nudo gordiano. El conspirador del año 1982 habría quedado en el recuerdo personal y el triunfador electoral del año 1998 no habría adquirido el carácter rupturista, controvertido, histórico, que tuvo como presidente.
Es tan decisivo el acto revelador del año 1992 en su formación y su conducta como jefe de Estado que marcó, a fuego, dos rasgos fundamentales de su vida política: el tipo de régimen gubernamental que conformó desde el año 1999 y ese rasgo de “conspirador” que lo acompaña –sin remedio– aun en la vida pública.
Tal sorpresa de la historia fue un subproducto de las combinaciones inesperadas que depara la lucha social, pero en relación directa con el momento exacto cuando el personaje decidió actuar. Y por el estilo con que lo hizo. La insurgencia militar representó el brote eruptivo más radicalizado de la explosiva crisis social que latía. Las fuerzas armadas son estructuras vivas de la sociedad a pesar de su vida endogámica. El año 1992 fue, entonces, “un punto de encuentro de muchas cosas”, varias de ellas desconocidas para él, otras apenas vislumbradas en formas indefinidas, como la “fusión cívico-militar” que propugnaba sin haberla definido. Fue algo así como un reencuentro imaginario con las generaciones derrotadas, la de su bisabuelo, las anteriores y las posteriores, como las divisiones de la izquierda que conoció en Barinas, entre los 13 y los 17 años, punto de partida de su búsqueda nacionalista.
Su deber –según lo intuyó junto a algunos de sus camaradas en el año 1992– era darle continuidad al proceso histórico truncado y ser una expresión militar del odio suspendido de la población. El error fue haberlo limitado a la conspiración cuartelaria sin relación con los organismos de lucha de las masas trabajadoras. El resultado fue una suerte de vanguardismo cuartelario, más similar al voluntarismo de las guerrillas de los años sesenta del siglo XX que a lo demostrado por la propia Revolución Cubana. Lo curioso es que haya salido del experimento como un héroe político, algo mucho más complejo que el destino más previsible: un golpista más.
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