Martes, 25 de junio de 2013 | Hoy
EL MUNDO › OPINIóN
Por Eric Nepomuceno
El jueves 6 de junio, dos mil manifestantes convocados por las redes sociales marcharon por la avenida Paulista, en San Pablo, protestando contra el aumento de veinte centavos de real –ocho centavos de dólar– en los pasajes del transporte colectivo. Si no fuese por los incordios provocados en el siempre caótico tránsito, lo más probable es que la marcha hubiese pasado sin pena ni gloria.
El jueves siguiente, los manifestantes paulistas ya eran más de 50 mil, y las marchas se habían reproducido en otras capitales brasileñas. Hubo una feroz y desmesurada represión de la policía militarizada de San Pablo, y otra vez las redes sociales diseminaron por todo el país imágenes de la salvaje truculencia de la policía.
Un jueves más, el 20, y 1.250.000 personas se manifestaron en 460 ciudades brasileñas. Hubo multitudes de 100 mil en Recife y poco más en San Pablo, y estruendosas 300 mil en Río.
A aquella altura, el malhadado aumento de veinte centavos ya había sido cancelado en casi todas las partes, y los manifestantes exigían mejor salud pública, mejor educación, mejor transporte, menos corrupción, menos gastos estratosféricos en la preparación del Mundial del año que viene y un sinfín más de temas que brotaban como hongos después de la lluvia.
En esos tres jueves, el país pasó de la perplejidad inicial al entusiasmo provocado por la presencia de centenares de miles de jóvenes en las calles, y también al susto provocado por la violencia de vándalos que conformaban una ínfima minoría en las manifestaciones, pero cuya capacidad de destrucción sólo fue superada por la truculencia de la policía.
Ahora es imposible saber cuáles serán los pasos siguientes. Las movilizaciones no obedecen a un grupo capaz de organizarlas y nacen de llamados en las redes sociales. El pequeño y casi inexpresivo grupo que inició todo eso, el MPL (Movimiento Pase Libre), reconoce que fue desbordado. Nadie pudo prever que se llegase a tanto, y ahora nadie sabe qué hacer con el tamaño que las movilizaciones alcanzaron. Existe la perspectiva de los estrategas políticos de partidos y gobiernos, hecha más de esperanza que de lógica, de que a partir de esta semana el movimiento se vacíe paulatinamente.
Entre el primero y el tercer jueves, en los partidos, en los gobernantes de las tres esferas (municipal, estadual y nacional), y entre analistas que buscan explicaciones para las muchas preguntas que se abren una tras otra, lo que prevalece es la perplejidad.
Y esa perplejidad deja una imagen bastante concreta de inercia y de tremendos fallos de análisis de todos, empezando por el PT, un partido que nació y trazó su trayectoria precisamente a raíz de una inmensa capacidad de movilización popular, y llegando al mismo gobierno de Dilma Rousseff. Nadie supo detectar esa insatisfacción latente.
Queda patente que hay, y hubo a lo largo del tiempo, una profunda y airada insatisfacción, que parecía adormecida, en amplias camadas de la población. Queda claro que los partidos restringieron su actuación cuando hay elecciones, abandonando su rol de representatividad e interlocución entre la calle y el poder. Queda evidente que toda la clase política desoyó señales de alerta lanzados al aire.
Por ejemplo, hace cinco meses llegó al Congreso una petición popular que reunió 1.300.000 firmas, pidiendo que Renan Calheiros no fuese elevado por sus pares a la presidencia del Senado. Con un currículo que se asemeja a un manual de delitos de toda gama, Calheiros preside el Senado.
Hubo protestas por doquier cuando se supo que un diputado llamado Marcos Feliciano, uno de esos autonombrados pastores de sectas evangélicas, un homofóbico declarado, fuese elegido presidente de la Comisión de Derechos Humanos de la Cámara de Diputados. Entre otras aberraciones, el exótico pastor defiende ardorosamente que los psicólogos pueden aplicar tratamientos para “curar” la opción de los homosexuales. Opositor atroz al aborto, incluso en casos en que la salud de la madre esté en riesgo, Marcos Feliciano dice que la decisión del Consejo Nacional de Psicología que prohíbe la “cura gay” atenta contra el derecho de los homosexuales de buscar una cura para su enfermedad. Feliciano preside la Comisión de Derechos Humanos de la Cámara de Diputados.
A eso hay que sumar la corrupción endémica, facilitada por la esdrújula alianza armada por el PT para crear la base de apoyo al gobierno de Dilma y que abarca desde reaccionarios convictos hasta corruptos notorios.
El desaliento provocado por ese cuadro, más las políticas centradas en incrementar el consumo para buscar el crecimiento económico, cuya consecuencia más visible es el abandono absoluto y la ruina de los servicios públicos de educación, salud, seguridad y transporte urbano, conforman la receta básica para llenar las calles de protesta.
Y también para provocar la perplejidad paralizante de la clase política de un país en que, aparentemente, todo caminaba bien.
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