Jueves, 11 de julio de 2013 | Hoy
EL MUNDO › OPINION
Los adictos al abuso están cómodamente instalados en los tres poderes que deberían ser la base de la democracia: el Legislativo, el Judicial y el Ejecutivo. La impertinencia de los impunes salta a los ojos de cualquiera.
Por Eric Nepomuceno
Desde Río de Janeiro
Brasil parece condenado a convivir con la escoria de un sistema político venal, que cree sinceramente que el bien público es patrimonio privado de un pequeño grupo que decide, soberano, sobre el bien y el mal.
Los adictos al abuso están cómodamente instalados en los tres poderes que deberían ser la base de la democracia: el Legislativo, el Judicial y el Ejecutivo. La impertinencia de los impunes salta a los ojos de cualquiera y deja claro que en el fondo el gran problema del país está en el sistema viciado que exige, a gritos, una reforma.
Fernando Henrique Cardoso es un intelectual respetado, con una historia de resistencia democrática a la dictadura que duró de 1964 a 1985, un hombre educado, afable. Luiz Inácio Lula da Silva es un ex dirigente sindical que supo seducir a las masas durante el tramo final de esa dictadura, dueño de una intuición política asombrosa que lo llevó a cambiar la cara del país. Dilma Rousseff es una mujer oriunda de la clase media acomodada, con una militancia política que hizo que, como muchos de su generación, padeciese cárcel, tortura y vejaciones.
Entre los tres suman diez años y siete meses de cambios positivos, principalmente a partir de 2003, cuando Lula llegó a la presidencia. Hubo profundos cambios en el país, con, entre otras cosas, al menos 40 millones de brasileños saliendo de la pobreza e ingresando al mercado de consumo. Claro que falta mucho, y eso quedó patente en las multitudinarias movilizaciones que sacudieron al país en las últimas semanas.
Y sin embargo, los tres no han logrado, a lo largo de diez años y medio, cambiar un sistema político fallido y, muchas veces, viciado por el atropello a reglas mínimas de la decencia.
Cardoso y Lula intentaron, en sus respectivos momentos, pero sucumbieron ante un sistema viciado. Dilma heredó la receta y la tragó con carozo y todo. Ahora intenta algo. Dudo mucho que lo logre, y no por ella, sino por los personajes de ese mundo intrincado, huidizo y muchas veces sórdido que es la base del quehacer político en mi país.
La cuestión es constatar y dejar constancia de hasta qué punto el clamor de las calles es ignorado por los adictos a esas viejas prácticas. Mientras las calles eran colmadas por multitudes que exigían mejores condiciones de vida y el fin de la corrupción, entre muchas otras cosas, el presidente de la Cámara de Diputados, Henrique Alves, requería un jet de la Fuerza Aérea brasileña para conducirlo con su actual novia, una rubia oxigenada con aires de quien aprendió rapidito a disfrutar de las bondades del poder, más un grupo de parientes y amigos, a ver un partido de Brasil disputado en el Maracaná, en Río de Janeiro.
Como diputado, Alves dispone de una injustificable, en términos morales, cota mensual de pasajes aéreos entre Brasilia, donde él trabaja, y su estado natal, Rio Grande do Norte. Podría haber utilizado esa cota para viajar a Río y disfrutar del partido. Prefirió requerir un avión oficial que salió de Brasilia, voló al extremo nordeste y de ahí a Río, para conducir a su novia y su troupe al Maracaná.
Renan Calheiros preside el Senado. Tiene la misma cota inmoral, aunque legal, de pasajes aéreos entre Brasilia y Alagoas, en el mismo nordeste, tierra ambigua que genera bandoleros como el ex presidente Fernando Collor de Mello –primer y hasta ahora único presidente que vio su mandato suspendido por el Congreso gracias a su talento para la corrupción–. Aunque sea dueño de una fortuna de orígenes dudosos, pero que lo capacita a comprar el pasaje aéreo que quiera para viajar donde sea, el presidente del Senado requirió un jet de la misma Fuerza Aérea brasileña para ir a la boda de la hija de otro senador en Bahía.
Sérgio Cabral es el gobernador de Río de Janeiro. Sus nociones de ética y moral quedan claras cuando se sabe que está casado con una abogada que es socia de un bufete que actúa defendiendo intereses de empresas contra –contra– el Estado que él gobierna.
Entre el domicilio particular del señor gobernador y el palacio de gobierno de Río hay una distancia de alrededor de nueve kilómetros. Cabral cubre esa distancia en helicóptero. El costo de cada vuelo –y son al menos dos al día– es de unos cuatro mil dólares. Pero cuando llega el viernes, el helicóptero vuela más: lleva a la señora, a las mucamas, a los hijos y al perrito de la familia al balneario millonario de Angra dos Reis, a unos 160 kilómetros de distancia. Y vuelve para el sábado a buscar a Su Excelencia, el señor gobernador. A veces ocurren imprevistos, como la ocasión en que la señora olvidó un vestido en Río y el helicóptero tuvo que hacer un vuelo extra de ida y vuelta para arreglar la falla que podría haber arruinado la cena del sábado. Gasto promedio del helicóptero que, a propósito, costó siete millones de dólares: unos 150 mil dólares al mes.
Los tres son del PMDB, el principal partido aliado a la coalición de base del gobierno de Dilma Rousseff.
Atrapado in fraganti, el diputado Henrique Alves devolvió a los cofres públicos 4300 dólares, el precio del vuelo de sus invitados en un avión de línea. El alquiler de un jet ejecutivo cuesta por lo menos 42 mil dólares. El senador Calheiros reintegró a los cofres públicos unos 15.500 dólares, más o menos la tercera parte de lo que hubiera pagado para fletar el avión que usó.
Cabral dice que está en su derecho de utilizar el medio que mejor le permita “racionalizar” su tiempo, lo que, se supone, incluye el disfrute del fin de semana en una casa muchas veces millonaria que nadie sabe cómo pudo adquirir sólo con su sueldo de político profesional.
Para cerrar el cuadro, Joaquim Barbosa, presidente del Supremo Tribunal Federal, la corte máxima del país, paladín de la moral e ídolo máximo de las clases medias y de los sectores más rancios de la sociedad, se benefició con unos 290 mil dólares en prebendas que él mismo condenaba por abusivas.
Como buen brasileño, don Joaquín no se perdería por nada la final de la Copa Confederaciones. Discreto, le pareció suficiente que la misma Corte Suprema que él preside abonara los costos del viaje.
Hay que reconocer que no utilizó fondos públicos para pagar el elevadísimo precio del camarote desde donde disfrutó de la partida: de eso se encargó Luciano Huck, presentador de un programa popular de la red Globo, la organización hegemónica de las comunicaciones en Brasil.
Además del partido, había otra cosa que celebrar: Felipe Barbosa, hijo de Joaquim, acaba de ser contratado por la Globo.
Las causas pendientes del pulpo mediático seguramente serán juzgadas por las Cortes superiores con la imparcialidad y el equilibrio de siempre.
Ese es el cuadro. Hay gente en las calles, hay gente en los vuelos. Lo que no se sabe es dónde está la salida de semejante pantanal.
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