EL MUNDO › OPINION
Entre Pinochet y Napoleón III
Por Claudio Uriarte
“Los pueblos no tienen el gobierno que se merecen,
pero sí el que se les parece.”
Andre Malraux
Parece bastante difícil que Rusia Unida, el partido bipartidario creado a la medida del presidente Vladimir Putin, pueda salir mal parado de las elecciones legislativas de hoy. Sus oponentes no están a su altura ni tienen sus recursos. La Unión de Fuerzas de Derecha es una coalición de los arquitectos de las turbias privatizaciones de los años 90; gente como Anatoli Chubais y Boris Nemtsov, que dieron lugar al nacimiento de la nueva clase oligárquica, y que forman lo más parecido que tiene Rusia a la hoy espectral Acción por la República del ex ministro Domingo Cavallo. Yabloko es un bloque centrista-liberal de gente que nunca resignó sus principios y nunca pasó del 10 por ciento de los votos. Después está el Partido Liberal Democrático del payaso neonazi y antisemita Vladimir Zhirinovski, pero no es un partido serio y sobre sus parlamentarios podría colgarse el cartel “Se alquilan”. Esto nos lleva al Partido Comunista Ruso, defensor de las pensiones y de los empleos estatales; despiden cierto tufo a naftalina, pero son los únicos que pueden montar un desafío serio al partido del poder. No obstante, la Duma del Estado –Cámara baja del Parlamento, que está siendo elegida– carece de verdadero poder para enfrentar al presidente, con lo que la posición de Putin parece asegurada.
Pero Putin no es sólo un resultado de la debilidad de sus oponentes –como hasta cierto punto pudo haberlo sido George W. Bush–, sino una fuerza activa, afirmativa. Encarna lo que en un momento pareció prometer el hoy difunto general Alexandr Lebed: una especie de versión light del general Augusto Pinochet. Como Yuri Andropov, otro reformador autoritario que murió demasiado pronto –y que promovió el ascenso de Mijail Gorbachov–, Putin viene de la KGB (hoy FSB). Esto es importante: en los tiempos soviéticos, la KGB y el resto de los servicios de inteligencia eran el sector del poder de más roce con el mundo occidental, y más perceptivo de las vulnerabilidades nacionales; por lo general, los intentos de reforma en la URSS y luego en Rusia siempre vinieron de la KGB y –en menor medida– del Ejército. En segundo lugar, Putin surgió como el emergente de una situación de caos, creada por el ingobernable ex presidente Boris Yeltsin, su entorno mafioso y corrupto, la guerrilla chechena y la crisis económica de 1988. Putin confrontó a Yeltsin con una opción que éste no podía rechazar: si cedía el poder, ni Yeltsin ni nadie de su entorno sería molestado; de lo contrario... De igual modo obró con los oligarcas, permitiéndoles seguir sus negocios a condición de que abandonaran la política; algunos cerraron trato; otros (Boris Berezovsky, Vladimir Gusinsky y, más recientemente Mijail Jodorkowsky), no, y están exiliados o en la cárcel. En cierto modo, Putin tuvo que gobernar del modo que Marx llamaba “bonapartista”, en alusión al complejo juego de equilibrios y traiciones, de autoritarismo y populismo, que signó el reino de Napoleón III en Francia.
Del caos de los años Yeltsin salió un respaldo popular a medidas de línea dura. El rescate de los rehenes del teatro Dubrovna, que terminó en la muerte por las fuerzas de seguridad de todos los captores y de 100 de los 800 capturados, causó estupor en Occidente, pero en Rusia significó un alza enorme de Putin en las encuestas. Pero la razón quizá más profunda de Putin radique en los dictados de la necesidad de gobernar una federación de 98 repúblicas manteniéndola unida –lo que favorece el autoritarismo–, pero contando sin embargo con el “aire” democrático que impida una involución soviética. El resultado del experimento –como casi todo– no está asegurado.