Lunes, 14 de marzo de 2016 | Hoy
EL MUNDO › CIENTOS DE MILES DE MANIFESTANTES SALIERON A PEDIR EL FIN DEL GOBIERNO DE DILMA
El epicentro de la reacción al gobierno de Dilma Rousseff, su partido y al ex presidente Lula da Silva fue, una vez más, San Pablo. El objetivo es fulminar el mandato de la presidenta. Los organizadores de las marchas, satisfechos con la convocatoria.
Por Eric Nepomuceno
Página/12 En Brasil
Desde Río de Janeiro
Los organizadores de las marchas de protesta que ayer colmaron las calles brasileñas cumplieron lo prometido: han sido las mayores manifestaciones, en números absolutos, de la historia. Hay, como siempre, divergencias entre los cálculos de la Policía Militar, de los organizadores y de institutos y empresas independientes. Pero también hay consenso en relación a un punto: nunca antes se reunió a tanta gente. El epicentro de la reacción al gobierno de Dilma Rousseff, su partido, el PT, y el ex presidente Lula da Silva, ha sido, una vez más, San Pablo.
El foco de las atenciones fue la avenida Paulista, donde se reunieron por lo menos 500 mil personas, según la consultora DataFolha. Para la Policía Militar, hubo un millón 400 mil. Los organizadores, en explosión de entusiasmo, dicen que han sido más de dos millones 500 mil. En todo el país las marchas pidiendo el fin del gobierno de Dilma Rousseff sumaron por lo menos tres millones de personas (los organizadores dicen que han sido seis millones, algo absolutamente improbable).
El movimiento cuyo objetivo es fulminar el mandato de la actual presidenta y, de paso, derretir la imagen de su partido, el PT, y la de Lula da Silva, recibió ayer un formidable refuerzo. La posibilidad de que el juicio político que pretende, en el Congreso, destituir la mandataria y entregar el sillón presidencial al vice Michel Temer gana impulso. Si en vísperas del domingo de protesta el principal (y nada fiable) partido aliado del gobierno, el PMDB, daba muestras de estar listo para saltar del barco a cualquier momento, ahora esa posibilidad gana espacio. El último apoyo del gobierno en el Congreso, el presidente del Senado, Renan Calheiros, del mismo PDMB, emitió, hace dos días, señales claras de que su lealtad tenía límites. Lo que se vio ayer en las calles seguramente reforzará, en el polémico senador, su vertiente más oportunista.
A partir de ayer, el cuadro inmediato de la crisis brasileña puede diseñarse así: del lado del gobierno, hay que buscar, muy rápidamente, una respuesta a una circunstancia profundamente adversa. Del lado de la oposición, esa búsqueda, igualmente urgente, se destina a encontrar el camino para el golpe decisivo, que liquide de una vez a un gobierno que considera agonizante. Hay, tanto en uno como en otro lado, dudas.
Los organizadores del movimiento, cuya estructura y financiación –conviene reiterar– permanecen encubiertas por misterio, negociaron, en días previos, el apoyo y la participación de los principales dirigentes de partidos políticos que apoyan el golpe institucional a ser desfechado en el Congreso. Lo de ayer sería la coronación, vía apoyo popular, de la participación de partidos tradicionales para, juntos, alcanzar el golpe parlamentario.
Sin embargo, tanto el gobernador de San Pablo, Geraldo Alckmin, como el senador Aécio Neves, derrotado por Dilma en 2014, dos de las estrellas golpistas, fueron sumariamente expulsados de la avenida Paulista por los manifestantes.
Ha sido curioso observar como los dos llegan, cercados por escoltas, luciendo sonrisas victoriosas mientras se preparan para subir al palco y hablar a la multitud. Y como, a medida en que se encaminan rumbo a su objetivo, esa misma multitud emite crecientes gritos de “¡fuera!”, “¡oportunistas!”, “¡ladrón!”, hasta que un contundente “¡hijo de puta!” les indicó que lo más prudente es dar marcha atrás y volver a casa.
En todo caso, la oposición salió fortalecida para seguir con su intento de golpe institucional.
Se espera que esta semana el Supremo Tribunal Federal, instancia máxima de la Justicia en Brasil, determine cuál será el ritual para que se lleve adelante el juicio, en el Congreso, para destituir a Dilma Rousseff. Si hasta hace dos o tres semanas ese movimiento había perdido fuerza, volvió a ganarla ayer.
Para Dilma, la batalla será más difícil: sus aliados son cada vez menos confiables. No importa que no existan razones jurídicas para destituirla: al fin y al cabo, se trata de un juicio esencialmente político.
Del lado del gobierno, los caminos para una solución se hacen cada vez más estrechos y difíciles. Lula da Silva está acosado por el complot mediático-policíaco-judicial. Existe la tenue posibilidad de que él asuma algún ministerio clave, para funcionar como un superministro y tratar de tornar a levantar un gobierno que apenas logra mantenerse parado. Dilma Rousseff sería transformada, como consecuencia, en una especie de Jefe de Estado, dejando la jefatura del gobierno en manos de Lula. Un parlamentarismo insólito, digamos.
Pero no es cierto que Lula acepte esa tarea ardua. Además, tiene que cuidar de su propia sobrevivencia política, amenazada por un juez de primera instancia que desconoce límites en su arbitraria labor de proyectarse a sí mismo como paladín de la virtud. No hay señal alguna de que instancias superiores de la Justicia se dispongan a frenarle la mano abusada.
Hay dudas sobre los pasos de la oposición rumbo al poder que le fue negado por las urnas electorales. Y hay dudas sobre cómo el gobierno pretende hacer valer un mandato conquistado por la vía del voto soberano de la mayoría de los brasileños.
El domingo 13 de marzo de 2016 no hizo más que reforzar dudas.
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