Lunes, 14 de marzo de 2016 | Hoy
EL MUNDO › OPINIóN
Por Gabriel Puricelli *
Hasta el propio Bernie Sanders se había ido a dormir antes de que fuera proclamado el ganador de la primarias demócratas del martes pasado en el estado de Michigan. Ese solo hecho debería bastar para dar una dimensión tanto de la sorpresa que su ajustada victoria significó, como de la confianza casi ciega que sociedades modernas como la estadounidense depositan en los oráculos contemporáneos. No vamos a caer aquí en pronosticar lo contrario de sus supuestas profecías, porque seguramente contribuiríamos a reforzar el prestigio de quienes las anuncian al (con toda probabilidad) equivocarnos. Sin embargo, estamos obligados a señalar cómo la impostura de quienes se creen capaces de adelantarnos el final de la película escamotea la discusión de aquello que es importante y que ya ha emergido en estas primarias como la cuestión que las definirá en perspectiva histórica.
No se trata simple o solamente de hacer leña de los encuestadores caídos después de anunciar que Hillary Clinton ganaría el estado del medio oeste por más de 20 puntos porcentuales: las encuestas no son, en definitiva, más que la munición con que cargan sus armas los pundits, los analistas y los observadores “informados” que dominan el aire televisivo y radiofónico y el flujo de los bits en las sitios web periodísticos. Los mismos que habían comprado pochoclo para ver una remake de Clinton vs. Bush casi un cuarto de siglo después, reservan su mejor cara de sorpresa para hablar de los estragos que está haciendo Donald Trump en la interna republicana, pero recuperan su mejor cara de suficiencia para tranquilizar a quienes los escuchan con la aseveración de que la normalidad está a salvo porque los demócratas elegirán inevitablemente a Hillary. La posibilidad de que el desempeño de Sanders anuncie una nueva normalidad escapa casi por completo a análisis pertrechados de series históricas de datos que posibilitan una visión despejada por el espejo retrovisor pero que iluminan de manera incierta lo que viene.
En lugar de sorprendernos por el comportamiento electoral de los estadounidenses, convendría compararlo con el de los ciudadanos de otras democracias en el hemisferio norte. En efecto, la huida desde el centro hacia izquierdas y derechas de tonos más fuertes es un fenómeno que en los años posteriores a la crisis financiera del 2008 se ha verificado en cada votación en la mayoría de esos países. La movilización de sectores que se habían acostumbrado al abstencionismo también apareció como un rasgo repetido. Sin transformar esto que constatamos al comparar, en una tendencia que debería verificarse mecánicamente en todo el mundo desarrollado, no es descabellado suponer que la erosión de la legitimidad de estos distintos sistemas políticos, que se manifiesta en el abandono masivo de adhesiones políticas consolidadas, está detrás de la emergencia de nuevos partidos y liderazgos también en los EE.UU.
La relevancia inocultable de Sanders reside allí. Y Michigan lo pone en evidencia no tanto por la sorpresa, sino porque la composición social del estado es muy representativa del promedio de los EE.UU. actuales y es muy similar a la que tienen la mayoría de los estados que van a votar desde el 15 de marzo en adelante. La ventaja que Hillary tiene entre los superdelegados que votarán en la convención demócrata en Filadelfia en julio, pero que no son electos en las primarias, hace que sí sea muy difícil que Sanders llegue a ser el candidato, pero el sesgo que el senador socialista le ha dado al debate político ya marca decididamente la campaña.
Hay otro factor que se omite: la manufactura del consenso político en EE.UU. se situó en el “centro” en el contexto histórico de la Guerra Fría. Con un anticomunismo al que sólo le faltaba ser mencionado en la constitución, a la democracia estadounidense se le habían amputado conceptos que habían circulado libremente en su seno hasta el período de entreguerras. Un veterano como Sanders funciona como un filamento entre el presente y una tradición que fue marginada, pero lo significativo son los menores de 40 años que, votando en proporciones de hasta dos a uno por él sobre Hillary, muestran que las palabras prohibidas de otro tiempo pueden ser pronunciadas de nuevo.
Está suficientemente dicho y repetido lo que Trump significa como amenaza para el sistema político de su país y para el mundo en el que su país es la única superpotencia. Bien dicho. No dejemos de lado, sin embargo, la consideración de la campaña “insurgente” de Sanders y su contribución a que el debate político incorpore los temas y demandas que han sido parcialmente ignoradas en las últimas tres décadas. Sin su concurso, el juego de la deslegitimación de Trump tendría muchas más posibilidades de arrasar con todo.
* Vicepresidente, Laboratorio de Políticas Públicas (http://www.lppargentina.org.ar/)
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