EL MUNDO › QUIEN ES QUIEN Y QUE SE JUEGA ENTRE MORALES, MESA, QUISPE Y LINARES
La Paz que tiene aspecto de guerra
Protestas sindicales, movilizaciones campesinas, un presidente débil y una tensión creciente con Chile en la busca de una salida al mar conforman el volátil panorama de la Bolivia posneoliberal. Aquí, una síntesis del drama en ciernes, a través del retrato de sus protagonistas.
Por Oscar Guisoni
¿Hacia dónde va Bolivia? Esta pregunta, que quedó abierta luego de la caída de Gonzalo Sánchez de Lozada en octubre, todavía no tiene una respuesta clara. Entre los dilemas políticos de Evo Morales, que no sabe aún si imitar a Hugo Chávez, moderarse a lo Lula o transformarse en un Subcomandante Marcos “ad hoc”; los titubeos del presidente Carlos Mesa, que elige el reclamo de la salida al mar por Chile antes que enfrentar los riesgos del prometido referéndum sobre el destino del gas; una Central Obrera sin obreros, pero muy ruidosa en manos del extraño ex paramilitar Jaime Linares y el imprevisible y carismático Felipe Quispe, único milenarista latinoamericano en acción, la democracia boliviana se encuentra en el atolladero. He aquí algunas de las claves para armar el rompecabezas.
La manzana de Evo
Evo Morales probó la verdadera manzana del poder mientras caía Goni Sánchez de Lozada. La breve y fulgurante carrera política de este hijo de indios quechuas criado en los ambientes mineros de Oruro durante los años de plomo, cuando Hugo Banzer era el patrón del país y la COB (Central Obrera Boliviana) soñaba con la revolución trotskista, sufrió un vuelco inesperado el 30 de junio del 2002, cuando las urnas lo dejaron apenas un puñado de votos debajo del ahora fugado Goni. Diez años de luchas callejeras, primero en el trópico de Cochabamba, defendiendo a los cultivadores de coca de la política prohibicionista de los EE.UU. y luego (a partir de abril del 2000) extendiendo su presencia política a conflictos de mayor base social, se vieron de pronto traducidos en votos y anticiparon el clima insurreccional que volteó al gobierno de Goni.
Evo logró sumar en esas elecciones, con la ayuda inesperada del ex embajador norteamericano Manuel Rocha, el apoyo de amplios sectores progresistas urbanos, que desde el retorno de la democracia, en 1982, nunca habían tenido una expresión política tan contundente. Ayudado por la figura del ahora senador por La Paz, Antonio Peredo (hermano de los Peredo que acompañaron al Che en su última guerrilla fallida), Morales destruyó un mito que acompañó siempre las luchas sociales en el país vecino: la clase media urbana dejó de temer a los indios que bajan de la montaña a hacer política a la ciudad. En octubre, cuando la prestigiosa ex defensora del Pueblo, Ana María Romero, salió a apoyar con su huelga de hambre el pedido de renuncia de Goni, la clase media boliviana se volcó masivamente a las calles confirmando algo que ya había quedado claro en el recuento de votos del 2002: Evo no estaba solo, los quechua y los aymarás tampoco en su cuestionamiento al neoliberalismo que imperó en el país desde el ‘82.
Pero Morales tiene límites que el vértigo de los acontecimientos le ayudó, hasta ahora, a disimular. El líder cocalero se pregunta en privado, y así lo reconocen sus colaboradores más cercanos: ¿qué hacer ahora con todo esto? Y la respuesta no llega porque Morales está lejos de Lenin: es decir, no tiene ni la formación ni la experiencia política suficiente para modificar el ritmo de los acontecimientos, llevando más agua hacia su molino del que puede llegar a soportar, sin que su Movimiento al Socialismo se le resquebraje en el camino.
Por un lado, sabe que no puede optar por un cambio radical del sistema, dejando de lado la formalidad democrática, como sueñan sus bases más radicales –vinculadas todavía más de lo que él quisiera al movimiento cocalero– porque EE.UU. se lo comería a pedacitos. No confía ni en Lula ni en Kirchner tanto como para forzarlos a una definición en caso de que tome el poder por la fuerza y sus aliados incondicionales, Chávez y Castro, están demasiado lejos, desgastados y solos como para ayudarlo en una aventura de esta naturaleza. Y a pesar de que ha amenazado en más de una ocasión con transformarse en un Marcos “ad hoc”, sabe que ni las circunstancias ni las características del territorio boliviano le permitirían sobrevivir a una experiencia armada, que lo alejaría definitivamente de los sectores urbanos que todavía lo apoyan. Su apuesta, por el momento, pasa por forzar las elecciones anticipadas, confiando en que su base social no se le diluya en el camino.
El Anti Chacho boliviano
Para que su estrategia le dé resultado Morales tiene que desgastar sutilmente a Carlos Mesa, la última esperanza blanca de la democracia formal boliviana.
Mesa es un ejemplo de lo que podría haber sucedido en la Argentina si Chacho no renunciaba: un presidente carismático, pero sin partido ni fuerza en el Congreso, atado de pies y manos por el sistema que intenta defender, y que gobierna sólo a golpes de apariciones en la tele, aprovechando la experiencia que tiene luego de haber sido durante años el presentador del noticiero más visto del país. Tiene menos programa político del que tenía Duhalde durante sus primeros meses y reacciona a los manotazos contra las crisis que se encuentra en el camino. Ante el vacío, Mesa ha optado por subirse al caballo del nacionalismo, haciendo una gran bochinche con el tema de la salida al mar que Chile niega desde hace más de un siglo, mientras patea para delante el único problema que, sabe, lo puede voltear: el referéndum sobre el gas.
Como quedó claro en octubre, los bolivianos no quieren perder el gas como perdieron el cobre del siglo XX o la plata y el oro de Potosí. Es decir: no quieren multinacionales ni ricos locales explotando los yacimientos y exportándolo todo, hasta acabar el recurso y dejar al país más pobre de lo que ya es.
El gas une. Hasta el imprevisible Felipe Quispe, con gran presencia política entre las poblaciones aymarás del Titi Caca y en la rebelde ciudad de El Alto, protagonista de las grandes puebladas de octubre, se olvida de sus desacuerdos con Morales cuando empieza a oler a gas. Quispe es un factor que Morales no puede manejar como quisiera, y del que no puede tampoco prescindir. Ex guerrillero, profesor de historia, místico y milenarista, sueña con el retorno del Imperio Inca y ni siquiera reconoce las actuales fronteras bolivianas. Aunque suene delirante, su reivindicación de una identidad indígena maltratada por cinco siglos de racismo y explotación casi esclavista tiene cada vez más predicamento en el noroeste del país. Junto a Jaime Linares, el líder de la COB, plantea tomar el poder por la fuerza y apuesta a la radicalización, obteniendo mejores resultados de los que esperaba pocos años atrás, cuando dejó la prisión (lo habían condenado por armar un grupo guerrillero que nunca gozó de simpatías populares) y fundó su Movimiento Pachacutti.
Linares es el personaje más extraño de la trilogía que jaquea en estos días a la democracia formal boliviana. Ex paramilitar, con extrañas ligazones con el MIR del ex presidente Jaime Paz Zamora, su fuerza es limitada en un país sin obreros y con la mayor parte de la mano de obra ocupada en la economía informal, el pequeño comercio y el contrabando al menudeo. La COB no asusta con sus llamadas a la “huelga general”, salvo cuando logra seducir a los potentes sindicatos de transportes y maestros que le han dado fuerza y presencia en los últimos tiempos.
Linares, como Quispe, será una ficha más, seguramente, en el tablero de Evo, cuando Morales se decida a realizar sus próximos movimientos. Los restos de lo que queda del viejo sistema de partidos políticos tradicionales (el MNR de Sánchez de Lozada, el MIR y la ADN del fallecido Banzer) son, por ahora, convidados de piedra con muchos diputados y poca prédica popular. Resta por ver, ante la eventualidad de nuevas elecciones, si alguna de estas estructuras paquidérmicas logra renacer de la cenizas de octubre o si el vértigo de los acontecimientos terminará por sepultarlas para siempre.