EL MUNDO › OPINION
Un claro de esperanza
Por Claudio Uriarte
Por más imperfectas que hayan sido, las elecciones presidenciales palestinas del domingo fueron las primeras democráticas y libres que se realizan en el mundo árabe, aunque tuvieron una particularidad: la de realizarse en algo que todavía no es un país ni un Estado. Al mismo tiempo, constituyeron una aplastante derrota para el terrorismo fundamentalista, que había llamado a sabotearlas pero se topó en cambio con una tasa de participación entre el 60 y el 70 por ciento, sin contar el hecho de que estos comicios se desarrollaron en territorios bajo ocupación militar israelí, con múltiples obstáculos para llegar a los lugares de voto, y fueron preparados a marcha forzada y en tiempo record. Aun si se consideran las denuncias de que participó sólo alrededor de la mitad de los palestinos que hubieran podido inscribirse en los padrones, el retroceso del extremismo fue tácitamente admitido por Hamas y Yihad Islámica –sus principales exponentes– cuando anunciaron ayer que respetarían los resultados y negociarían con el triunfante Mahmud Abbas.
De este claro de esperanza se derivan algunas lecciones y varias tareas urgentes. Una lección es que la visión ampliamente difundida de que la alternativa al unicato de Yasser Arafat era el terrorismo resultó probarse falsa: los palestinos pudieron votar y lo hicieron a favor de un moderado, desmintiendo de paso la superstición de que la democracia y el Islam son incompatibles. Otra lección es que el desgaste de la guerra puede haber llegado al corazón de los palestinos, pese al resentimiento y el odio generados por las represalias israelíes: todo el fragor de la segunda Intifada no llevó a otra parte que a una catástrofe económica y a un muro de seguridad israelí que estranguló e interrumpió la contigüidad de sus regiones. Pero estos signos alentadores no deben hacer minimizar los enormes desafíos que Mahmud Abbas tiene por delante, y de los cuales el más formidable puede ser el de desmontar una estructura construida en función de la guerra y reconvertirla en algo que se parezca más a una serie de instituciones estatales. Israel necesita apuntalar ese proceso, y así lo admitió explícitamente el mismo George W. Bush ayer con la declaración de que la cuestión de Jerusalén “puede jugar y debe jugar una parte importante en el desarrollo de un Estado palestino”. Los peores fantasmas pueden haber sido momentáneamente conjurados, pero los desafíos más arduos y las concesiones más dolorosas para ambas partes –de las que el retorno de los refugiados no es, para los palestinos, la menor– están por delante.