EL MUNDO › OPINION

El Príncipe Negro al poder

 Por Claudio Uriarte

Es como si Donald Rumsfeld hubiera sido elegido presidente de Estados Unidos o como si Al Capone hubiera sido alcalde de Chicago en la década del 20. Lo más duro y concentrado del poder se muestra y se impone al público en su versión más desnuda; toda mediación desaparece; la necesidad de guardar las formas, también; la diplomacia es tratada con olímpica ignorancia, y el jefe de la banda toma el control directo de las operaciones. La elección como Papa del Panzercardinal Josef Ratzinger parece representar la reducción de la Iglesia de Juan Pablo II a su núcleo más conservador y cerrado, una especie de autofagocitación de carácter centrípeto: en 1978, Karol Wojtyla había iniciado la constitución de un Colegio de Cardenales que pensaran todos como él, a tal punto que sólo cuatro de los 115 electores de ayer no fueron designados por Juan Pablo II; ahora, 26 años después, con la mayoría de esos cardenales 20 años más viejos (oscilando, de hecho, entre los 70 y los 80 años), más de dos tercios de ellos envían al trono de Pedro sin escalas a un agrio teólogo conservador alemán, el jefe del ex Santo Oficio de la Inquisición, el ideólogo y poder detrás del trono de Juan Pablo II, el verdadero jefe del Vaticano en los años de declinación de su mentor y el que abrió el cónclave con una misa más parecida a una arenga cuartelera. El mensaje es inequívoco: un rotundo no a la modernidad, en cualquiera de sus formas.
En honor de Ratzinger hay que citar su sinceridad; el lunes, en su homilía pro eligiendo Papa –un verdadero manifiesto electoral–, habló de las “modas de pensamiento” que sacudieron en los últimos años “la pequeña barca de pensamiento de muchos cristianos: del marxismo al liberalismo, hasta llegar al libertinaje; del colectivismo al individualismo radical; del ateísmo a un vago misticismo religioso; del agnosticismo al sincretismo, y así sucesivamente”. Esencialmente la misma parábola que describió Juan Pablo II desde su anticomunismo hasta sus críticas a las prácticas sociales y sexuales más profanas del capitalismo secular, solamente que los enemigos nunca fueron nombrados tan frontalmente en esta auténtica declaración de guerra. Y también: “Tener una fe clara, según el credo de la Iglesia, se etiqueta con frecuencia como fundamentalismo. Mientras que el relativismo, es decir, dejarse llevar aquí y allí por el viento de la doctrina, se considera como la única actitud a la altura de los tiempos actuales. Se va constituyendo así una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que considera como última medida sólo al propio yo y sus deseos”. Es posible que ningún príncipe de la Iglesia haya defendido jamás al fundamentalismo de manera tan explícita.
Lo importante políticamente será ver de qué modo esta suerte de abroquelamiento de la Iglesia en una casamata doctrinal se relaciona con el poder temporal. Desde ya, el “príncipe negro” de Juan Pablo II parece carecer del carisma y el populismo instintivo de su predecesor, y logrará poco para recuperar adeptos en lo que ya se llama “la Europa poscristiana”. Con la administración Bush puede encontrar coincidencias en toda la gama de moral sexual y social, y de cruzada contra el islamismo, sin que ambos lleguen a advertir que la relajación de costumbres que critican, y el fundamentalismo islámico al que combaten, surgen en gran parte como respuesta dialéctica a la misma globalización capitalista que EE.UU. ha hecho tanto por impulsar.

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George W. Bush coincide con Ratzinger en varios temas.
 
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