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Las Torres que no están
Por Claudio Uriarte
De todos los símbolos de la ambivalencia norteamericana tras el 11-S, ninguno dice más que los enormes bloques de vacío que están hoy en el lugar que antes ocupaban las Torres Gemelas. Poco después de los atentados, George W. Bush prometió en un discurso público que “reconstruiremos la ciudad de Nueva York”, pero no hizo alusión a las Torres; después circularon una serie de propuestas disparatadas, desde torres a prueba de aviones con agujeros en la sección más alta hasta la cursilería de tener dos haces de luz proyectados desde el nivel del suelo en forma permanente; el valor por metro cuadrado de la propiedad en Downtown Manhattan finalmente se impuso, pero todo lo que emergió fue un pálido diseño de una serie de edificios sin gracia de 60 pisos, y la última novedad es una especie de combinación de rascacielos indescriptibles con una cantidad de placas de mármol con los nombres de las víctimas. Donald Trump, multimillonario de bienes raíces, irrumpió hace poco con un proyecto para reconstruir las torres originales, aunque reforzadas con hormigón, y cada una con un piso más; “otra cosa es darles la victoria a los terroristas”, dijo, pero su diseño fue presentado fuera de concurso, y por lo tanto quedó reducido a poco más que un ejercicio de relaciones públicas.
Y sin embargo, a su modo megalomaníaco, Trump acertaba en una parte de la razón. Estados Unidos no reconstruye las torres por la misma razón que su política antiterrorista no es seria (ni tampoco su política anticatástrofes, para el caso). Después del 11-S, salió a la luz que una colección de agencias del gobierno (FBI, Administración Federal de Aviación, Departamento de Justicia, etc.) había dispuesto de información que, reunida y puesta en coherencia por una sola central nacional de inteligencia, hubiera podido evitar los atentados y atrapar a los atacantes. Rivalidades feudales entre las agencias y la renuencia de jefes subalternos bien apoltronados a molestar a sus superiores con noticias inciertas fueron responsables de que el rompezabezas no se armara. Entonces George W. Bush salió al frente con lo que mejor sabe hacer: tapar un problema creando otro. En este caso, el artefacto se llamó Departamento de Seguridad Interior, una monstruosidad de 40.000 empleados públicos que no tiene ningún mando ni control sobre las principales agencias de espionaje (CIA, NSA, FBI, etc.) y en cambio sí tiene el mando sobre el desastre que en estas últimas dos semanas ha sido el huracán Katrina. La pobreza de su desempeño ha evidenciado huecos en la seguridad nacional a los que Al Qaida debe haber estado muy atento, sin contar que el dinero para afrontar catástrofes como la del 11-S o del huracán K se ha evaporado (ver suplemento Cash, página 7). Por contraste, España y Gran Bretaña, con mejor coordinación de inteligencia, fueron capaces de atrapar a los responsables de los atentados de Madrid y Londres en cuestión de semanas, desbaratando además células que planeaban más ataques.
Pero el 11-S parece responsable de haber encerrado a Estados Unidos en una lógica perversa. De haber ganado John Kerry las elecciones presidenciales de noviembre, no habría habido modo de que el terrorismo no leyera el resultado como su propio triunfo, incitándolo a avanzar más en su quimera de islamización mundial. Pero, habiendo ganado George W. Bush, y después del huracán Katrina, EE.UU. parece más inseguro que antes: ¿cuánto tiempo falta, por ejemplo, para que Al Qaida piense en atacar diques o represas en precario estado de mantenimiento? Todo lo que se hizo fue reforzar la seguridad aeroportuaria y el espionaje interno, cuando el enemigo ya piensa seguramente en otras vías de acción.