EL MUNDO
Un fantasma recorre Occidente y es el de John Maynard Keynes
La figura del economista que diseñó las políticas clave contra la Depresión del ‘30 vuelve a surgir, quizás ante otra depresión.
Por Larry Elliott
Desde Londres
Llega el momento, llega el hombre. Precios de acciones que caen, inestabilidad global financiera, deflación asomándose en el fondo: éste es un mundo hecho para Keynes. Para todos aquellos que mantuvieron ardiendo la llama sagrada durante la larga, oscura noche de laissez faire, éste es su momento. El viejo diablo está de vuelta.
Keynes es un timonel para mares tormentosos. Cuando una pócima de bruja compuesta de especulación, fracasos bancarios y precios declinantes provocó un desempleo masivo y un colapso en los niveles de vida en la década del 30, Keynes rechazó la noción de que a largo plazo las fuerzas del mercado operarían para dejar el mar sereno nuevamente. Ahora que la economía global está otra vez atrapada en un fracaso sistémico, es inevitable que la atención vuelva a enfocarse en el hombre que revolucionó el pensamiento económico hace 70 años.
Las políticas keynesianas no desaparecieron totalmente del arsenal de los estrategas, aun de aquellos con un sello neoliberal. Keynes, por ejemplo, sostenía que los intentos de los gobiernos para equilibrar sus presupuestos en medio de recesiones por vía del aumento de los impuestos o el recorte de los gastos simplemente empeorarían las cosas. Cuando el gobierno de John Major en Gran Bretaña permitió que el déficit presupuestario se inflara a comienzos de los años 1990, estaba actuando de acuerdo con el libro de texto keynesiano.
Pero hace una década, Keynes todavía era algo así como un vicio secreto; ahora se lo puede sacar del armario y hacerlo nuevamente respetable. Para Gordon Brown, el ministro de Finanzas de Gran Bretaña, Keynes ha sido el amor que no osa decir su nombre. Por lo menos hasta hace poco. La semana pasada, Brown no sólo advirtió que la deflación era una amenaza tan grande para la economía como la inflación, sino que, con su enorme paquete de gasto público, hizo algo para impedir que la deflación se convirtiera en realidad. Keynes hubiera visto la inyección de inversiones por parte del Estado como una sabia precaución contra la disminución de la demanda del sector privado durante tiempo difíciles. Además, hubiera visto el enfoque global de Brown a la política fiscal –construir superávit en los buenos tiempos para hacer frente a los déficits en los malos tiempos– como totalmente apropiado.
Como tantos así llamados nuevos keynesianos, Brown cree que Keynes estaba escribiendo sobre circunstancias especiales, y que sólo cuando hay claras señales de fracaso del mercado es que sus ideas son aplicables en una economía moderna. Keynes creía que los mercados eran imperfectos, y que el fracaso de los mercados era una condición crónica del capitalismo. Su opinión era que la economía neoclásica era un caso especial, dado que dependía de una serie de presunciones que no se daban verdaderamente en el mundo real.
A pesar de dar vuelta la economía, Keynes no era un revolucionario: era un liberal, educado en Eton y en King’s College, Cambridge, que quería reformar el capitalismo y salvarlo de sí mismo. Keynes era un gran especulador de los mercados, y a menudo sufrió grandes pérdidas. La gloriosa coronación del trabajo de su vida fue la “Teoría General del Empleo, el Interés y el Dinero” (normalmente conocida como la “Teoría General”), que explicaba extensamente por qué la teoría de la economía clásica estaba equivocada y él, Keynes, tenía razón. Como el Ulises de Joyce, la Teoría General es un libro más admirado que leído. Aquellos que sostienen (correctamente) que Keynes era realmente mucho más duro con la inflación que sus seguidores de posguerra, afirman que la Teoría General ni siquiera es su mejor libro, dándole ese privilegio en cambio al Tratado sobre el dinero.
Hoy, Keynes no criticaría a quienes sostienen que el capitalismo ha sido la fuerza impulsora detrás de las mejoras sin precedentes en los niveles de vida en Occidente en los últimos 250 años. Tampoco discutiría que lanueva ola de progreso tecnológico ofrece la perspectiva de una edad dorada. Lo que sí plantearía, sin embargo, es que hay tres áreas cruciales en las que la política económica necesita ser repensada antes que esto pueda suceder.
La primera concierne a los sectores donde el sector privado no está dispuesto a gastar, pero el remedio normal, las tasas de interés más bajas, resulta ineficaz, o bien porque las empresas y los individuos están psicológicamente heridos por experiencias recientes o porque las tasas de interés no pueden ser reducidas a un nivel lo suficientemente bajo. Keynes llamaba a esto una trampa de liquidez, y es con lo que los estrategas en Japón han estado luchando durante la última década. El bajo y declinante nivel de inflación en el resto de mundo desarrollado es una advertencia de que otros países pueden enfrentarse en poco tiempo con el mismo problema. Como lo descubrió Japón, es más fácil caer en la trampa de la liquidez que escapar de ella.
Segundo, la caída de los precios es un síntoma de un desequilibrio en la oferta y la demanda global. Uno de los principios de la economía clásica es la Ley de Say, que establece que nunca puede haber bajas porque la oferta crea su propia demanda. Pero, como dice Robert Kuttner en su libro (Todo en venta), la realidad de la globalización es que los trabajadores de bajos salarios en los países pobres están agregando muchísimo a la oferta de bienes en el mundo, pero no tienen el poder adquisitivo para comprar los productos que fabrican. Hay, en otras palabras, una deficiencia global en la demanda agregada que lleva inexorablemente a bajar los precios, intensificando así las fuerzas deflacionarias.
El anteproyecto de Keynes para el sistema de posguerra proponía ponerle un piso a los precios de las commodities, para que los desequilibrios comerciales se remediaran con políticas expansivas por parte de los acreedores en lugar de una acción deflacionaria por parte de los deudores, y controles de capital para que las naciones pudieran apuntar a políticas de pleno empleo. En lugar de eso, tenemos la mano muerta del FMI, imponiendo la deflación y la depresión en un país como la Argentina.
Finalmente, la desregulación de los mercados financieros ha vuelto menos estable al capitalismo. Como sostuvo el keynesiano norteamericano Paul Davidson, los mercados son ahora inmensurablemente más líquidos, pero eso no equivale a decir que sean más efectivos. Keynes era inflexible en su tesitura de que los mercados de capital debían servir para alimentar las inversiones de los empresarios, no para proveer fichas de apuestas.
“Los especuladores, como burbujas, pueden no hacer daño en una corriente empresaria estable –dijo–. Pero la situación es seria cuando la empresa se convierte en la burbuja en un remolino de especulación. Cuando el desarrollo del capital de un país se convierte en un subproducto de las actividades de un casino, es probable que el trabajo esté mal hecho.”