EL MUNDO › OPINION
Realpolitik de un premio
Por Claudio Uriarte
Jimmy Carter fue el primer presidente estadounidense en instalar los derechos humanos como política de Estado. En eso no solamente resonaba su altruismo de pastor baptista del sur –que fue y es real–, sino un buen cálculo geopolítico de sus mejores asesores, como Zbigniew Brzezinski: valía la pena molestar a las anacrónicas dictaduras anticomunistas de América latina con tal de poseer el cuchillo de doble filo que permitiría destripar, por una combinación de fomento al disenso con gasto militar, a las nada anacrónicas dictaduras comunistas de Rusia, Europa Oriental y el Sudeste Asiático. En ese sentido, hubo continuidad y no ruptura entre la administración de Carter y la de su sucesor, Ronald Reagan: Carter y no Reagan fue el primero en autorizar un paquete de ayuda para la represión a la guerrilla por el Ejército salvadoreño en los ‘80, mientras Reagan fue un entusiasta defensor de la política de derechos humanos hacia el Este europeo, en tándem con el polaco Karol Wojtyla, que había sido recientemente entronizado como Juan Pablo II en el Vaticano. Aún hoy, bajo la inhóspita administración Bush, el desempeño de los distintos países en derechos humanos es objeto de un informe anual del Departamento de Estado, y en ocasiones, eso condiciona las partidas de ayuda que está dispuesto a autorizar el Congreso.
Ayer, sin embargo, la política de derechos humanos de Carter pesó menos en las deliberaciones del Comité Nobel que su sistemático antagonismo respecto a la orientación política de la administración Bush. Gunnar Berge, el presidente del Comité, lo admitió así, en una muestra inusual de franqueza política. De Corea del Norte a Cuba, de Irak e Irán a Medio Oriente, las actividades del Centro Carter han ido a contrapelo de Washington. En este sentido, el de ayer es un Premio Nobel típico. Suecia, como un país pequeño, favorece la autolimitación de los grandes, y sus Nobel de la Paz tienden a recompensar a los jefes o ex jefes de Estado por lo que han cedido –Irán y Nicaragua en el caso de Carter, el Pacto de Varsovia y la entera Unión Soviética por Mijail Gorbachov, el acuerdo de salida de Vietnam por Henry Kissinger– más que por lo que obtuvieron. También por eso, el resto de los premiados se suele reclutar entre figuras de poco poder sustantivo, pero alta exposición internacional, como ONGs, líderes pacifistas e independentistas largamente combatidos o el secretario general de las Naciones Unidas. El Nobel, por eso, es una metáfora política de Europa: países de mediano tamaño que intentan contrapesar a los grandes con la realpolitik de los débiles.